sábado, 25 de febrero de 2012

Fierros viejos en la playa Las Conchillas

El fierro nos cuenta historias. Si el fierro está oxidado esas historias traen melancólicas añoranzas, como que hubo un pasado mejor, de brillo y orgullo, de potencia que no parecía tener final. ¿Qué les pasó a estas formidables máquinas del trabajo rural para quedar en semejante estado de abandono? ¿Quién fue tan cruel como para no recompensarles los servicios prestados con un descanso de jardín verde y buena sombra? ¿Por qué las condenaron a la árida playa saturada de aires salinos, sólo como objeto de curiosidad para bañistas aburridos y riesgosa aventura de chiquilines tontuelos?


Dicen las gaviotas (y yo les creo) que algunas mañanas el viejo tractor les recuerda el revoloteo de sus hermanas de especie cuando allá, en los campos bonaerenses, arrastraba el arado abriendo surcos; y el noble camión revive los tantos viajes que hizo cargado bolsas de trigo y maiz, saludado por los teros y los benteveos en esos festivales de sol que regala la pampa nacional.

Es triste destino el de las bestias de hierro, chapa y caucho, convertidas en caparazones absurdos insertos en el paisaje marítimo. Los hombres que las ponían en marcha, que las aceitaban y cuidaban, que las conducían y manejaban con destreza utilitaria ya no dejan sus huellas en los volantes y manivelas, olvidaron rumbos y urgencias de entregas. Ya no hay ruido de bielas y pistones en el intestino aceitoso de sus motores. Algunas lágrimas de combustible se deslizan sobre el metal, pero el implacable viento costero no les da tiempo para llegar al destino de la tristeza. Todo pasa al territorio negro del olvido, no hay preguntas ni reclamos. La historia es cruel. El cielo se decolora con el caer de la tarde, indiferente.



Fotos tomadas en playa Las Conchillas, cerca del puerto de San Antonio Este, provincia de Río Negro.

martes, 14 de febrero de 2012

Desde Carmen de Patagones a Palena, pasando por Chubut

Estimados amigos, van a encontrar, de aquí para abajo en este blog viajero, una serie de crónicas sobre el viaje que realizamos (una parte de la familia) a lo largo de 3.000 kilómetros, entre Carmen de Patagones (Buenos Aires, Argentina) y Palena (Región de los Lagos, Chile). El relato no está ordenado cronológicamente, ni tampoco según el mapa. Son trazos sueltos, apuntes nada más. Lo disfrutamos mucho, nosotros y nuestra "Pewma" que es el nombre de la Toyota 4Runner que nos llevó y trajo.


Tienen bastante para leer y mirar... ¡vamos, arranquen de una buena vez!

Vivencias en El Malito





Llegamos a Palena (en Chile, cruzando el paso internacional Río Encuentro, al sur de Trevelín, Chubut) porque teníamos noticia de este pueblo a través del contacto con la escritora Bernardita Hurtado Low, a quien Dalia y el cronista conocimos en el Encuentro de Escritores de Esquel en el año 2010. Sabíamos que Bernardita vivía en Palena y allá protagonizaba una intensa vida como docente y poeta. Durante un año y medio en varias ocasiones habíamos cruzado con ella alguna que otra conversación del feisbuc, incluso las fotos colgadas por ella en la red social avivaron el interés por conocer la localidad y su entorno.


Más abajo (en el título “Palena, un pueblito de juguete”) pueden encontrar una somera descripción y, también, en “Río Palena, donde los años se quedan”, les mostramos algunos paisajes de la zona.

Pero esta crónica, la que inicia la serie dedicada a la descripción del viaje que hicimos Ana Lucía, Dalia y el cronista (es decir yo) entre Carmen de Patagones y Palena, tiene como propósito contarles de lo bien que fuimos recibidos y lo mejor que lo pasamos en casa de Bernardita y su esposo Francisco “Pancho”.

Cuando pasamos por la casa de ambos en el pueblo, sobre la calle del centro (bah!! sencillamente una de las tres únicas calles longitudinales de Palena) fuimos magníficamente agasajados con buen vino chileno (uno tinto, serio y espeso; y otro rosado, risueño y volátil) y confituras dulces. Le obsequiamos a la dueña de casa un calendario de “Patagonia, tierra de santos, mitos y leyendas” (trabajo de Chelo Candia y Carlos Espinosa), y un ejemplar de “Crónicas de muertes dudosas” del poeta chubutense Bruno Di Benedetto (premio Casa de las Américas, del 2010), que habíamos llevado especialmente. Pero los anfitriones nos guardaban la prometedora sorpresa de invitarnos a pasar un día entero (con pernocte incluido) en la casa de campo que tienen, no muy lejos de la población, en el paraje El Malito.

Aceptamos, con mucho placer, por supuesto; y hacia allá partimos a la mañana siguiente, siguiéndoles el rastro por uno de esos estrechos pero seguros caminos polvorientos de la cordillera chilena.

El Malito es un refugio apacible. La vieja casa (unos 70 años de antigüedad, le calculan) está situada en un claro del bosque donde los afanes de Pancho hacen brotar matorrales floridos con sutiles detalles decorativos. La construcción de madera y chapas bien vividas recibe amablemente con un pórtico rural, del cual se ingresa al pasillo que vincula la sala, el baño y las habitaciones, conectando con la cocina, a través de la misma sala o de la despensa. Escaleras arriba hay dormitorios tipo boardilla, de techos cercanos. Cada ventana ofrece un cuadro de color y paisaje distinto, montaña, parque, árboles cielo y río. Todo está verde (a pesar de la sequía) y el coro de los pájaros ensaya el concierto del atardecer en la costa del río montañés que le da nombre a todo..

“¿Por qué el río se llama El Malito, si es débil y amistoso?” pregunta el cronista. “Tienes que venir en invierno y lo vas a entender” responde Pancho, empeñoso y atento guía que descubre secretos del bosque a cada paso.

La casa está decorada con sencilla mano de mujer, con cada rincón poblado de recuerdos de viaje y libros, libros, libros, libros… por todas partes. La cocina (ver después) es el puesto elegido para los mejores momentos. Hay afuera un quincho abierto a los vientos, donde Pancho enciende fuegos (“aunque no vaya a cocinar nada, sólo para sentir cómo hablan las maderas”) y la conversación se fertiliza con una copa de vino o de cerveza mientras las sombras desdibujan al cerro.
Buena gente y buena casa, un sitio en donde se vive con afecto por las cosas trascendentes, y las palabras y la amistad florecen a cada momento, sin que importen las estaciones del año.


Bernardita administra los silencios, y apunta que “todos los árboles que se ven de este y del otro lado de la casa los plantó mi padre”; luego afloran los recuerdos de la infancia, en Chiloé, la isla mágica. Cuenta de sus viajes y uno viaja con ella, porque la palabra es un pájaro que nos lleva entre las alas.

¡Magnífica experiencia fue la de asomarnos a la intimidad de la vida de una poeta chilena y su marido! Sigan leyendo, sigan…


Vivencias en El Malito, en la cocina de Bernardita


La cocina de la casa de campo de Bernardita es el principal ambiente de la antigua construcción, se abre al patio en generosas ventanas y puertas, por donde se asoman los perros y los aires de dos diagonales: la del imponente cerro, al frente; y la de rumoroso río, al fondo. Aquí ella desata un vendaval de ollas al fuego, el cuchillo se hace invisible en el picado fino de las aromáticas y los pescados suspiran sobre la mesa, aliviados del frío, ignorantes del destino caliente que les espera. Hay elaboración y hay charlas, corre el mate (que nos une por arriba de los Andes) y los aromas se suman, debajo del bajo techo protector. “Sobre esta mesa a veces escribo” cuenta Bernardita. Uno se imagina que la inspiración también salpica las paredes y trata de adivinar las manchas volátiles de las palabras bien dichas y escritas.


Pasamos horas maravillosas en la cocina de Bernardita. Ella construyó allí su atalaya a prueba de los vientos. Parte, viaja (mucho) y reparte su arte por distintos rincones de Chile, alguna que otra escapada a la Argentina y súbitas invitaciones tras los mares. Pero siempre vuelve a esta cocina de campo, en El Malito.


 


“Vivo en la cordillera, con el alma pendiente de las nubes, tengo días precarios y otros mejores, son esos cuando la casa se llena de silencio y los membrillos resuenan en el techo. A veces me purifico en la neblina del alba y aprovecho el buen tiempo para colgar mis penas en el patio y sacudirlas del invierno y sus dolores. En las tardes, mientras en la cocina desgrano penas y arvejas, puedo saber si mañana llueve, cuando en el mallín cantan los teros; entonces, llega la hora de atizar el fogón y cocer el pan en el rescoldo del olvido”.



(Retrato, de Furia y paciencia, de Bernardita Hurtado Low)



“Entre afanes diarios y ollas como locomotoras (hierven para llegar a tiempo), me doy un respiro para dibujar tu nombre con el vapor de la tetera” (Destino de almuerzo, de Furia y paciencia, de Bernardita Hurtado Low)


Vivencias en El Malito, deliciosos sabores chilenos







La tarea de Bernardita (con alguna ayuda de las visitantes) dio resultados deliciosos. Un caldillo de congrio, las empanadas de mariscos, la sopaipilla, el salmón a la olla, la ensalada pebre (que es una sinfonía de sabores) y otra más con unos choclillos de juguete, después los postres de fruta y helado. ¡Ah… y el buen vino chileno! La charla generosa en anécdotas, las descripciones de los lugares y la música que sonaba en el equipo de audio (la banda Bordemar y otros músicos de Chiloé) permitieron no sólo una buena digestión sino la rica enjundia de las ideas. ¡Hermanos en los sabores y en las palabras, levanto la copa por Bernardita y Pancho!


“En la noche atizamos el fuego, reconstruimos vidas antiguas. Resucitamos muertos, perdonamos a los ausentes y buscamos los mejores años en los agujeros del tiempo” (Reunión, de “Furia y paciencia” de Bernadita Hurtado Low).

Vivencias en El Malito, la tarde y el río


Fresca y amable fue la tarde, abrevamos en la costa del río Malito, en los fondos mismos del sitio de campo de Bernardita y Pancho. Hubo mate y recuerdos, sueños y expectativas, se mencionaron los poetas amigos de las dos naciones, sin fronteras para las letras.


El río conversaba con las piedras y alguna trucha sorprendía a la luz, generando reflejos que se iban perdiendo entre la fronda, como secretos vespertinos que alguna vez serán revelados.

Recordé los versos del amigo Ramón Minieri: “Una manada de rocas, cordillera camino a ser arena, miran el río, abrevan tiempo. También el cielo de la tarde anda, camino a disolverse en el gran cielo de la noche del cosmos, y un instante tu cuerpo refulge como eterno en aguas de oro. Amada, no hay descanso, celebremos la muerte de las cosas, en las cosas que nacen, la chispeante mentira de las aguas”.

De “Las piedras, el agua” de Ramón Minieri. El mismo libro que estuve leyendo en la costa del lago Rosario.

Vivencias en El Malito, la despedida

Llegó la mañana del nuevo día y el sol nos avisó que estaba corrido el telón bien arriba, porque la sobremesa había sido larga y grata, y la noche se hizo corta, con la charla en la sala y las anécdotas de Bernardita sobre aquellos tiempos que no se quieren revivir, pero siempre aparecen en la memoria. ¡Por suerte la amiga puede hoy reír, al fin, cuando por ejemplo recuerda aquella vez que la capelina de doña Lucía (la excelentísima primera dama y esposa del excelentísimo dictador) saltó de la ilustre testa llevada por los vientos chilenos y nadie se animaba a festejar la ocurrencia eólica, hasta que su hijito Roberto soltó una inimputable carcajada!


Un momento especial de la despedida fue el de Anita y el viejo (y buenazo) del Bobby. Ella, tan perrera como es, en apenas dos días había establecido una cálida amistad con el noble perro, que nos acompañó cada momento y en cada lugar de la casa.

Bernardita nos regaló ejemplares de sus libros y otros materiales sobre Palena, Chile la literatura chilena.

Finalmente allí estamos todos, posando debajo del quincho y el cartel que proclama: “La poesía es un gesto, el paisaje tus ojos y mis ojos muchacha, oídos corazón la misma música” (del poeta mapuche Elicura Chihuailaf) y deseando un pronto reencuentro.


jueves, 9 de febrero de 2012

Rocky Trip, un punto del camino al encuentro de las historias

Ya en otro punto del blog (ver el título “El maravilloso Valle de los Altares”) se muestran fotos y se ensaya la crónica acerca de ese sitio especial, de paisajes cautivantes entre antiguos acantilados, sobre la ruta nacional 25.

Hay un sitio, unos 15 kilómetros antes de llegar a la población de Los Altares (donde resulta conveniente hacer una pausa y reaprovisionarse de combustible en la estación del ACA) que tiene atractivos particulares, que guarda historias de secretos heroísmos, que fue también escenario de un hecho criminal hace muchos años y conserva la humilde tumba de un almacenero español, inmigrante de fines del siglo 19.

Sobre la banquina izquierda (si se marcha hacia Esquel) hay un pequeño cartel que indica el nombre con el que, desde 1870 más o menos, se conoce el sitio: “Rocky Trip”.

Es el título de un libro monumental (por su contenido y realización gráfica) que escribió Sergio Sepiurka e ilustró fotográficamente Jorge Miglioli, donde se cuenta con detalles de crónica moderna la epopeya de la colonización galesa en el Chubut.

Precisamente entre las páginas 167 y 177 de esa obra se cuenta acerca de la significación de ese lugar. El nombre viene del inglés (lengua alternativa de Gales) y se puede traducir literalmente como “camino de roca” y es una referencia al paso por donde las caravanas de carros (“chatas” se les decía también, en la Patagonia) tiradas por mulas o caballos cruzaban el cordón de bardas para llegar hasta las orillas del río Chubut, para que los animales y hombres tuvieran algunas horas de descanso en la larga travesía.

El paso era muy duro y accidentado, sobre todo cuando los carruajes tenían que bajar una pendiente de 45 grados. En los apuntes de viaje de aquellos pioneros quedaron registros impresionantes. Cuentan los viejos pobladores que los animales se ataban por atrás de los carros –muy cargados, hasta con 3 mil kilos cada uno- para frenarlos en el descenso.

Sepiurka y Migliori transitaron por el Rocky Trip por los años 2002-3 y observaron que todavía se conservan los rastros de un camino árido y áspero, que dejó de utilizarse hacia la tercera década del siglo 20, cuando se abrió el camino que mucho más tarde (en los años 90) sería pavimentado, con un trazado menos complejo.



En la bajada del Rocky Trip, a unos 200 metros de la costa del río, había instalado su almacén de campaña (un “boliche” como se le dice en el campo argentino) el español Alipio de la Lama. Dicen que el hispánico comerciante, cuyos servicios de provisiones eran muy solicitados por los viajeros, compensaba los sacrificios de la soledad en ese paraje inhóspito con los beneficios de la buena lectura, y que su biblioteca estaba muy bien provista.


Un día trágico, el 17 de enero de 1927, Alipio tuvo una de tantas discusiones con un viajero desconocido (quizás por alguna cuenta que el parroquiano no quería pagar) que tuvo final sangriento, con la muerte del español. Sus amigos lo enterraron allí mismo, al costado de la huella, y el modesto sepulcro del bolichero todavía se conserva, como un testimonio de los tiempos en que los viajes por la Patagonia eran un poco más peligrosos que en la actualidad.


Estacioné a la Pewma a una prudente distancia del túmulo y los rastros aún claramente visibles de aquella huella que tantas veces transitaron los carros que transportaban avanzadas de progreso y riquezas de la ganadería lanar. Caminé entre coirones y rocas, con el oído atento a alguna llamada. Guardé silencio enfrente de la oxidada cruz forjada en hierro y percibí la mirada vigilante de un jote de cabeza colorada que volaba a más de 20 metros de altura sobre mi cabeza.


No temas, amigo, no voy a profanar el descanso de Alipio de la Lama, ni pretendo interferir en el paso cadencioso de las tropas del recuerdo, que siguen fatigando a la piedra, clavando pezuñas y ruedas para dejar señales, marcas, mojones del pasado.

El pájaro pareció comprender mi mensaje y se alejó, hacia la refrescante orilla del Chubut. Un silbido antiguo, casi como un susurro de aire ahuecado, apenas pudo ser percibido en mis orejas. Muy despacio, como para no sobresaltar a mi propia sombra, torné la cabeza hacia un lado: allí, a poca distancia, un mastuasto me observaba, más curioso que preocupado. Los pastos temblaban de viento sur, volví a la comodidad de la Toyota.



El ‘jote de cabeza colorada’ es un ave carroñera de la familia de los ‘cathartidae’, en el orden de los ‘falconiformes’, su cuerpo mide unos 55 centímetros y las alas desplegadas llegan a 1,75 metros.


El ‘mastuasto’ es el nombre popular del lagarto ”leisosaurus belli” de unos 10 a 15 centímetros de largo.

Retratos en el viaje

La afición por la fotografía, que cala hondo en la familia Espinosa-Chaina, se expresa en la toma de imágenes paisajísticas del recorrido, en esas chispeantes anécdotas del viaje y, también en los retratos con el fondo de algunos de los escenarios visitados.


En este punto, amigos, les abro la galería de algunos de esos retratos. Rostros y expresiones libres de stress, propias del tiempo de las vacaciones.




La vida en campamento




La vida en campamento tiene sus encantos (y alguna que otra dificultad, eso es bien cierto) pero… ¿tiene precio alguno el placer de despertarse bien temprano con un concierto de calandrias, teros, benteveos, chingolitos y bandurrias? ¿Hay comparación posible para una noche de cielo encendido por mil estrellas, con el suave canto de la brisa patagónica entre álamos y pinares?

Estuvimos en el camping “El Chacay” de Trevelín, lo mostramos en algunas fotos y lo recomendamos también. Está ubicado al sur del pueblo, a dos cuadras del hospital, en un sector de chacras. La tarifa en enero era de 35 pesos diarios por persona, sin abonar por la carpa, ni por el vehículo.

jueves, 2 de febrero de 2012

La furia del agua





No siempre los ríos son estampas de calma. Las aguas también se enfurecen (bueno, nos contaron que el río Malito, cerca de Palena, tiene ese nombre porque en invierno, con las lluvias, se embravece y arrastra todo lo que encuentra cerca) y el río Futaleufu, tal como lo vimos del lado chileno cuando nos acercábamos a la población del mismo nombre, estaba realmente furioso. Rápido, bramador e impetuoso.

Palena, un pueblito de juguete


Llegamos a Palena, apenas cruzando el Paso Internacional del Río Encuentro, al sur de Trevelín, después de recorrer 120 kilómetros de camino de tierra y ripio en aceptable estado de conservación, sobre todo si se tiene en cuenta la terrible sequía que afecta a la región. Este es un pequeño pueblo sin vida turística, apenas un centro administrativo de la zona, con  puesto de carabineros, sede municipal (fotos de arriba), una reducida sucursal del banco Nacional, una sala de primeros auxilios, escuelas y comercios. Un dato para tener en cuenta: no hay casas de cambio de moneda, y en el banco sólo se puede cambiar de dólares a pesos chilenos (un dólar= 490 chilenos al 15 de enero), aunque casi todos los comercios (no la única gasolinera del pueblo, lamentablemente) aceptan pesos argentinos.
La vida en Palena es reposada y diáfana, hay transparencia en la gente y en las costumbres, las puertas de las casas sólo se cierran para que no entren las moscas y los perros, en los jardines delanteros quedan las bicicletas y los juguetes de los chicos tirados sobre el césped durante toda la noche. Todos se conocen y la presencia de algunos turistas -sobre todo nosotros, los argentinos- es vista con simpatía.

Se consigue alojamiento en un modesto residencial, en un hostal (que no pudimos visitar porque no estaba el dueño) o en las cabañas Los Nires, de doña Maruja. Allí estuvimos, muy cómodos. La tarifa, cabaña con tres camas, 400.000 pesos chilenos (o sea unos 380 pesos argentinos) por día. Un poco carito, talvez, pero sin ninguna duda lo mejor de Palena en este momento.
Hay una historia triste y reciente, precisamente vinculada con la cuestión del alojamiento en Palena, el 15 de diciembre pasado se incendió la hosteria La Chilenita, tradicional y la más antigua del pueblo, y las llamas no sólo destruyeron todo el edificio, sino que también dejaron la muerte de un vecino de la hostería -conocido docente de la localidad- quien quedó atrapado en el fuego, en el interior de su casa.

Palena parece un pueblito de juguete, con sus tres o cuatro calles de limpio pavimento y jardines prolijos, con vida de ritmo sereno y aromas de cocina que vuelan desde las ventanas.

El paseo recomendado es llegar al paraje El Malito. Nosotros estuvimos allí!!