domingo, 17 de febrero de 2013

Una noche de poemas y lluvia en Puerto Montt

La noche se puso lluviosa; pero tal vez fue al revés y era la lluvia que anochecía. Se pintó de brillos el pavimento de las calles de esa ciudad enredada, donde los taxistas manejan con violencia y los semáforos acechan en los cruces más inverosímiles. Estábamos en Puerto Montt y teníamos que llegar, desde los alrededores del centro, hasta la calle Puerto Williams al 500, cerca del súper Líder, en las afueras y en una remota población (que así le llaman los chilenos a los barrios). Le preguntamos a un señor, que paseaba su perro por la vereda, y muy solícito, y simpático, y amabilísimo (y no sé cuántas esdrújulas más) se prestó para darnos la necesaria orientación. El diálogo fue más o menos así.


Señor chileno: mire, en esta esquina de acá toma a la izquierda, y después en la otra a la derecha, y cuando llega al semáforo corto (creo que se refería a uno de cuatro pasos) vuelve a girar a la izquierda hasta llegar a la Panamericana… bueno esa avenida que nosotros llamamos la Panamericana…

Cronista argentino (yo): ah, sí, ya pasamos por allí, usted dice la avenida Presidente Allende… ¿verdad?

Señor Chileno: bueno, yo no lo quería nombrar… sí, por esa tiene que tomar, y sigue derecho hasta llegar a la rotonda, y allí toma a la derecha y van a ver el Líder…

Cuando el amabilísimo señor chileno (de derecha) hizo ese comentario, Dalia y yo nos cruzamos una rápida mirada como de “¿y si lo mandamos a la mierda?”; pero los buenos modales pudieron más que la indignación y, además, estábamos de visita y uno nunca sabe exactamente cuáles son las reglas de juego (los sistemas represivos, quiero decir) y tal vez en Chile uno pueda ser detenido por los Carabineros por insultar a un simpático señor de derecha que ofende la memoria de un presidente popular que se inmoló por una causa, y por la memoria de los miles de muertos asesinados por los amigos del solícito señor de derecha.

Con el sabor ácido que el inesperado comentario escuchado nos dejó en los labios hicimos el camino recomendado. Claro que el conductor (este cronista) se pasó de la rotonda indicada y entramos en la autovía, y tuvimos que avanzar como tres kilómetros hasta encontrar una salida y retoma, ¡y pagar después un peaje! (el señor simpático, de derecha, seguramente nos había mandado una maldición) y finalmente dimos con la avenida que lleva para el súper Líder y atrás ubicamos a la calle Puerto Williams y la casita donde nos esperaban los amigos y la poesía y unas cosillas ricas y ese buen tinto chileno que Dios bendiga a las vides del otro lado de los Andes. La noche estaba lluviosa, qué maravilla.



Con Elsa Pérez Carrasco (la anfitriona) y Alejandra Wolleter ya nos conocíamos desde el emotivo encuentro de Palena (a fines de abril del 2012, convocados por ese ángel de las letras que se llama Bernardita Hurtado Low); a Manuel Moraga Vidal recién lo teníamos incorporado después de la tarde de anticuchos (nosotros, en cambio, usamos la voz extranjera de ‘brochette’) y buen vino y lecturas en lo de Patricia Medina y Neftalí Silva en Maullín; y allí en la calle Puerto Williams amarró a nuestros afectos otro poeta de garra: Nelson Reyes. La lluvia estaba maravillosa, qué noche.



Hubo charlas con fragmentos de las historias de vida de cada uno de nosotros. Los platillos con preparados ricos y salados aparecían como por arte de magia y desaparecían –ya vacíos- con el mismo encanto de la prestidigitación gustosa por los sabores del mar, que cuando están acompañados por los amigos son más apetitosos todavía. Y de los vinos ni hablar, que la Elsita sí que sabe elegirlos.









Después vino la lectura. Y quiero que mis amigos del blog puedan disfrutar de algunos mezquinos recortes de los poemas de ese puñado de escritores de Puerto Montt que construyen sus trincheras de palabras para vivir en plenario de imágenes y sentimientos.



De Elsa Pérez Carrasco.

“Si saliera a buscarte me faltaría tiempo/ y las manos se me caerían a pedazos/ como el tatuaje de tus brazos en mis rodillas/ Si fuera tras tu sombra de huesos/ no sabría como protegerte del frío/ ni del hambre eterna de mis brazos”. (En “Letras de banco”)



De Manuel Moraga Vidal.

“Estas nubes sólo esperan caricias/ del álamo silencioso del verano/ cuando llueve en esta primavera/ los pájaros clavan sus uñas a la piedra/ pero duermo como el jueves/ en una cama de crisantemos/ ahora que estás parado en mis acantilados/ el silencio son tus ojos/ el pelo que te arreglaste en el otoño/ cuando todo era humo en este bar/ acariciaste con una sonrisa/ la sinfonía que te estaba tarareando/ la gente se disolvió por las ventanas/ el miedo se arropó en estos abismos/ en tu sombrero no habían conejos, mago/ sólo una ruta que no tenía señales”. (En “Desmadrada”)



De Alejandra Wolleter.

“Cotidiano llevaba por nombre el hombrecillo que fijaba la punta del paraguas en su zapatón. Cotidiana, la mujer que levantaba un párpado y se quedaba tendida en la cama escuchando el ruido de la lluvia taladrar definitiva su cabeza. Pero se levanta Cotidiana, mira cuánto han cambiado las cosas, cómo las ligustrinas forman casi una cortina cubriendo la ventana y en eso está, que no se acuerda de acordarse de sí, de ponerse ropa, para no seguir siendo tan tremendamente cotidiana porque no cae en la cuenta de lo mucho que han cambiado las cosas, tantas cosas. (En “Cosa de palabras”)



De Nelson Reyes.

“Otras fueron las estrellas/ que se colgaron de tu cielo/ desde que el eco de tu risa/ no se oyó más a la hora del recreo. // Otra fue la historia/ que se escribió en tu paisaje/ cuando tuviste que cambiar el jumper por el maternal/ y nosotros, nata fresca,/ no nos explicábamos/ tu ausencia a la clase de filosofía/ justo cuando comenzó el capítulo de ética y moral”. (En “Testigos oculares”)



Yo les dejé el relato de Herminia, la muchacha de pueblo que descubre que puede “escuchar” los pensamientos ajenos (de un libro de relatos costumbristas que tengo en elaboración) y de la biblioteca viajera saqué “Los casos de Villa Intranquila” de Ramón Minieri, poeta-historiador-narrador de Río Colorado, como para poner un poco de humor sobre la mesa bien regada.



Primero Alejandra se perdió por la puerta, urgida por compromisos familiares. Después ya era tiempo de partida. Tras los abrazos con la dueña de casa nos fuimos por las calles platinadas con Manuel y Nelson y todo el vino, en nuestro coche. Ellos nos fueron guiando por la maraña, calmo el tránsito en una ciudad que no tiene noche, con acotaciones que eran poesía y vida, atravesando encrucijadas de tres luces y oscuros horizontes de muchas nubes. En una esquina que ya nunca más podría encontrar los dos pasajeros de la lluvia se bajaron y nos despedimos con los hombros salpicados. Fue una noche de poemas llovidos en Puerto Montt., a la que quisiera volver.

domingo, 10 de febrero de 2013

La isla de Chiloé trata de resistir

La isla de Chiloé, gema preciosa en el sur de Chile, trata de resistir. Trata de resistir de la ruidosa invasión de turistas ávidos de mesas suculentas y baratijas que les venden bajo el disfraz de lo artesanal, por encima del rugido indolente de los camiones que la cruzan de punta a punta con ansiosa carga de salmones for export, más allá del desdén comercial por el patrimonio histórico demostrado en la aparatosa construcción de un súper centro de ventas (los hermanos chilenos se someten a la expresión extranjera de “mall”) a pocos metros de los tradicionales y conspicuos palafitos.

La cultura chilota, enriquecida con diversos aportes, subsiste y se defiende, pero sufre ataques permanentes. En la ruta principal que la atraviesa sobran carteles que avisan sobre cabañas, restaurantes y hoteles; pero faltan referencias visibles sobre los sitios de interés artístico e histórico. El desorden del tránsito amontonado en las zonas céntricas de las ciudades de Ancud y Castro no permite la pacífica y atenta observación de sus bellas construcciones de arquitectura particular. La planificación de áreas exclusivamente peatonales sería una solución para este problema, como ocurre en algunos barrios de Buenos Aires, Cusco, Lima, La Paz, Montevideo, Colonia y otras urbes latinoamericanas de enorme riqueza patrimonial, donde el visitante puede caminar, mirar, sentarse en un banco, sacar fotos y filmar, sin verse amenazado por autobuses y otros vehículos.

En medio del caos consumista se destaca, por su inmenso valor, la Fundación Amigos de las Iglesias de Chiloé, con base en Ancud, que promueve el descubrimiento y valoración de los edificios religiosos, declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, que se hallan diseminados por toda la isla. Esta organización sin fines de lucro propone la recorrida por la Ruta de las Iglesias, que arranca en el Centro de Visitantes del Ex Convento de la Inmaculada Concepción de Ancud. Allí se presentan las maquetas a escala de los hermosos templos y se explican las tareas de preservación y restauración sobre las obras pertenecientes a la “escuela chilota de arquitectura en madera”. En el mismo sitio funcionan un excepcional mercado de artesanías y una librería bien surtida en material fotográfico y documental.





Chiloé resiste, porque a pesar de la excesiva pigmentación amarilla de la renovada pintura de la Iglesia de San Francisco, en Castro (levantada hacia 1906), en su fresco interior el tiempo parece detenido y es posible meditar, y quizás elevar una oración, alejado por algunos minutos del frenesí multicolor del exterior.





Chiloé resiste, porque en  el mercado de la misma ciudad de Castro los tejidos en lanas siguen siendo exponentes de los antiguos saberes, transmitidos de madres, de abuelas a nietas, junto al fogón familiar.
Chiloé resiste, porque el puerto de Ancud sigue ofreciendo el espectáculo impagable de la calma posterior a la dura faena de los pescadores, cuando las siluetas de las barcas se recortan como fantasías de la luz.



Chiloé resiste, porque el sol se desangra lentamente y agoniza con la tarde , para que el cielo de fuego nos despida por el canal de Chacao, de regreso al continente, con algunas tristezas en la mochila; pero siempre reconfortados por la Pincoya, que se nos instala a bordo del corazón, para protegernos de todo mal.





sábado, 9 de febrero de 2013

Carelmapu, horizonte en movimiento, festín de embarcaciones

Carelmapu, tierra verde, tierra de huiliches y araucanos antes que el español, tierra de mar sembrado de peces y mariscos en cantidad suficiente como para alimentar cientos de ejércitos. Desborde de la naturaleza, horizonte en movimento, frontera continental del sur chileno, escenario sin telón, abierto al canal de Chacao y a pocos pasos náuticos de la isla mítica de Chiloé. Refugio de las redes y las artes de la pesca, territorio marino del dolor en tiempos de maremotos, caleta de recalada para todos los vientos, para los vencedores y para los vencidos.  “Carelmapu, que emerge desde el sur, es festín de embarcaciones, congreso de pescadores, pleno de mariscales, botes…y Candelaria”. Porque la fe es como una tormenta que, sin presagios, se desencadena en cada mes de febrero, para certificar que  los hombres están presos de su destino sí, pero que también hay esperanza y porvenir. Carelmapu, cielo y barcos, brazos de sol y sal, soledad en tierra y compañía en la marea, pasión de barlovento, anclas para la emoción, cabos y bitas para el amarre de las historias, pasión y gaviotas concentradas en su festín. Cielos que devuelven las ilusiones de los marineros transformadas en nubes plenas de imaginación.  “Si no has visto caer el sol en el mar en la Caleta de Carelmapu no puedes decir que conoces el sur de Chile”.












Todo el primer texto que aparece entre comillas es un fragmento de la Cantata Maullín, Memorias de un Río, de Patricia Medina. El segundo texto entrecomillado, al final de la crónica, es una frase escuchada al pasar.

viernes, 8 de febrero de 2013

Historias de "turcos" en Maullín, muy similares a las nuestras

Aquí en la Patagonia argentina denominamos genéricamente como “turcos” a los inmigrantes sirio-libaneses y sus descendientes, llegados en número importante en los primeros años del siglo XX y especializados en tareas mercantiles. Ya sabemos que no es lo mismo un libanés que un turco, y para peor estos últimos ocasionaron profundas heridas físicas y espirituales al pueblo sirio-libanés ligado al culto católico, por cuestiones de intolerancia religiosa. Pero cuando aquellos empezaron a llegar al país en las oficinas de inmigración presentaban pasaportes de Turquía (pues venían del Imperio Otomano) y, además, los empleados de ese organismo sabían muy poco de geografía humana, y así se acuñó esa denominación que los mismos libaneses criollos aceptaron con resignación.

Hay “turcos” por todas partes, y en Maullín, al sur de Chile, encontramos un digno y apreciado representante de la colectividad, respetado y distinguido en su comunidad, donde la historia de su familia tiene largo reconocimiento.
Cuando se transita por la calle central de este pueblo de pescadores, enfrente de la Plaza de Armas, es imposible no detenerse para apreciar la estética de un formidable local comercial que se identifica con un visible letrero que proclama su nombre: “Tienda y Almacén La Flor del Día”.



Desde el exterior es posible percatarse de la variedad del repertorio comercial que el negocio ofrece. Las pilas de bolsos de plástico y ollas de aluminio que se asoman hacia la vereda proponen viajes y comidas, como dos elementos indispensables de la vida; mientras en uno de los escaparates el tiempo está acuartelado en una decena de relojes de diferente tamaño y comparte espacio con calculadoras, cuchillos de pescador y termos, cubriendo un abanico de utilidades esenciales. Uno se imagina que en el interior de “La Flor del Día” se podrá encontrar con todo lo imprescindible para la subsistencia y el arraigo. La idea es acertada, pues basta trasponer el umbral para dejarse sorprender por aromas, colores y texturas que traen reminiscencias de todos los mares del mundo, como si fuera la bodega de un buque que acaba de completar un espléndido periplo de aprovisionamiento.



Al frente del almacén “La Flor del Día” está don Nahib Soza, (83 años) hijo del fundador de la empresa, don Teófilo Soza Jomsi, inmigrante libanés que llegó a Chile –por Argentina- hacia 1925 y se radicó en Maullín un par de años después, para abrir el local en 1935.
En la charla generosa, en la que don Nahib se brinda sin esconder emotividad después de reconocer en Dalia los rasgos distintivos de la mujer árabe (“Esa cara me lo dice todo” afirmó) surge la explicación sobre el equívoco en los nombres y apellidos de su padre, cuestión muy común con los “turcos” de la Patagonia argentina. “Mi papá se llamaba Shafik Zaine Jomsi y no sabía leer ni escribir en español, cuando llegó a la oficina de migraciones en Chile le exigieron que escribiera su nombre y apellido, o al menos que lo dijera con claridad. No quería volverse a Mendoza y entonces, en la desesperación, de acordó de un compañero de trabajo en la cosecha de trigo que era de apellido Soza y así fue que se hizo llamar Teófilo Soza y con ese nombre lo dejaron entrar y así se llamó para el resto de su vida” contó.
En la puerta de ingreso a la casa familiar, al lado del comercio, una antigua placa de bronce tiene grabado “Teófilo Soza J.” como para que no queden dudas de la aceptación del nombre inventado, a pesar del dolor y desarraigo que le habrá significado la pérdida de su identidad familiar.
Nuestro anfitrión, don Nahib, se prodigó en detalles del relato de su vida. “Había comenzado estudios de leyes en Santiago y volví en 1950 porque mi padre, ya mayor, me necesitaba en el negocio, y aquí estoy, desde entonces” señala, ya sin pena, aunque advierte cabizbajo que “después de mí no queda nadie” porque sus hermanos ya murieron y de sus tres hijos, dos mujeres están radicadas en el norte de Chile (“de chicas no querían saber nada con el comercio y ahora cada una tiene su propio negocio y les va muy bien”) y el único varón eligió el camino de las armas y es general de Carabineros, dato que confirma con inocultable orgullo.
También recordó que su padre le exigía que aprendiese a leer y hablar en la lengua del Líbano, y que le pagaba 10 centavos por cada vocablo incorporado a su saber. “Después yo leía en voz alta las noticias que nos llegaban en un diario de Beirut y una vez pasé un papelón terrible porque la información decía que habían atentado contra la vida del presidente de Egipto, Nasser, mientras estaba en la ducha y yo interpreté mal un signo de una letra y dije que estaba en la chucha…” confesó, entre risas.
Cuando en la charla se integra Patricia Medina nos invita a pasar al interior de la casa, para mostrarnos un sorprendente salón con pinturas decorativas sobre las paredes de madera, que su padre le encargó a un artista analfabeto y autodidacta, del mismo Maullín, para iluminar el ambiente en donde se reunía toda la familia para compartir la bien surtida mesa de delicias culinarias orientales.
Una pequeña operación comercial –Dalia compró una olla “arrocera” de aluminio- selló el vínculo y concretó el acercamiento entre dos descendientes de “turcos”, una mujer argentina nacida en el seno de una familia libanesa-mapuche en el sur de Río Negro, y un hombre chileno hijo de un libanés y una hija de alemanes, allá en el sur chileno, sobre el litoral del Pacífico. “A una paisana le tengo que hacer descuento…” aseguró el buen comerciante, mientras rebajaba un diez por ciento el valor del producto.
Hubo, en el abrazo de despedida entre Dalia y don Nahib, un aliento de antiguas sangres familiares, como una alianza de historias comunes; porque seguramente la visitante argentina reconoció en el “turco” maullinense algunos modismos y gestos de su añorado abuelo Elías Chaina, fundador del pueblo rionegrino de Clemente Onelli.




 
Más tarde, internándome en las páginas del libro “Maullín, ecos y voces del pasado” de Andrea Soto Toledo encontré datos sobre los tiempos de pobreza y sacrificio de Shafik Zaine  Jomsi (Teófilo Soza J.) y su amigo Ramón Atala (de origen sirio) con sus respectivas proles. “…cuando llegaban los barcos a Maullín con mercadería y las frutas, que eran muy escasas, es que con  don Ramón compraban juntos y luego se repartían la fruta. Si compraban una sandía, se repartía entre las dos familias”. También está en esa obra (pag. 68) explicado el origen del nombre de la casa comercial  “…que proviene de una linda flor denominada ‘Trigidia Pavonia’ que dura sólo un día. El nombre del emporio fue seleccionado por la familia Soza debido a la similitud de abrir y cerrar el negocio durante un día”.  Referencias que me acercaron a muchas de las nobles historias de esfuerzos e improntas similares, entre los “turcos” de nuestras mesetas y valles, narradas con maestría por mi amigo Elías Chucair, patriarca de las letras patagónicas argentinas.

Los orígenes de la navegación en el río Maullín

Voy a transcrbir, en forma completa, una interesante nota de la historiadora Andrea Soto Toledo, de Maullín, Chile, publicada en un diario de aquella región. Ilustra sobre los remotos antecedentes de la navegación por ese caudaloso río que lleva el mismo nombre del pueblo.


Desde el período post glacial y aprovechando las nuevas condiciones climáticas del planeta, comienzan a aparecer rutas migratorias a través del Pacífico. En fechas más recientes, cuando los hielos comienzan a derretirse, Beringia quedó nuevamente bajo las aguas, pero no fue obstáculo para que la ruta continuara utilizándose, esta vez por los canoeros que traspasaban 95 kilómetros del estrecho navegando las migraciones transpacíficas…


La cultura de estos primeros amerindios arrastra tradiciones del paleolítico inferior, que equivale a los albores de la humanidad, cuando la gente no transformaba mayormente la naturaleza, si no que se apropiaba de ella.

Los canoeros del río Maullín, además de la navegación incorporaron progresos notables relacionados con la preparación de alimentos con piedras calientes, técnicas utilizadas por los chonos de Chiloé, quienes emigraron hasta el río Maullín.

No sabemos con certeza cuando se asentaron estos grupos en el archipiélago y en nuestro territorio, pero a excepción del sitio de Monte Verde, en las inmediaciones de Puerto Montt, podemos afirmar que nuestro territorio ya estaba poblado hace 12 mil años.

Si bien estos antecedentes, nos dan una referencia del poblamiento en nuestro territorio; el río Maullín, posee características geográficas como relieves desmembrados de islas, bahías, penínsulas, que facilitaron la emigración de grupos étnicos.

Estos grupos fueron los chonos, juncos y huilliches que se asentaron en estas costas. Eran grupos cazadores y recolectores del Río Maullín, lugar que presentaba características adecuadas para la navegación. Estos pueblos debido a reiteradas migraciones recibieron influencia de pueblos alfareros.

En este caso el cerro Ten – Ten, premonitorio, ubicado en el sector alto de la ciudad, es un sitio arqueológico que informa de evidencias arqueológicas como hachas pulimentadas, puntas de flechas, restos de jarros de greda. Evidencias arqueológicas encontradas en este sector y que actualmente resguarda el museo municipal.


Para fundamentar en forma concreta los primeros grupos étnicos, es necesario incorporar el caso de la canoa encontrada en el río Maullín, testigo de la historia de la navegación de los canoeros que se habría encontrado bastante desarrollada y plenamente extendida entre el Sur del Bio – Bio hasta el río Maullín, según lo registrado por los primeros cronistas que dan cuenta de una tradición canoera ancestral. Esta canoa, que en estos momentos se encuentra en proceso de restauración, y donde las pruebas radio carbónicas realizadas por el arqueólogo Nicolás Lira de la Universidad de Chile, sitúan a esta embarcación entre el 1500 a 1640 DC. Todas estas fechas son demasiado coherentes entre sí ya que situarían a este wampo entre los siglos XVI y XVII, momento en el cual no se producía una colonización intensa en la zona, aunque la penetración hispana ya se había hecho efectiva en otros puntos del país.

A partir de las investigaciones realizadas se ha determinado que el wampo del Río Maullín es el más largo de todas las canoas monóxilas halladas hasta la fecha. Tiene 7,34 m de eslora (largo) y 99,7 cm. de manga (ancho), lo que por sí constituye una temática especial para ser abordada ya que su capacidad de carga y transporte es bastante importante. Según cálculos habría podido transportar a más de 14 pasajeros.

Es importante notar que es la primera vez en nuestra región y país, que se propone una intervención de este tipo a una pieza patrimonial con estas características, y que es un aporte al desarrollo de la conservación y restauración del patrimonio cultural nacional.

Para finalizar, Maullín, es una de las ciudades más antiguas del sur de Chile, y con una gran importancia histórica; posee un potencial arqueológico en diferentes sectores de nuestra comuna, como vestigios arqueológicos y paleontológicos que no han sido estudiados en su totalidad por especialistas. Sólo existe evidencia de personas que han logrado investigar, recopilar antecedentes y objetos que son testigos de nuestro pasado y que nos hablan de culturas, como los chonos, juncos, y huilliches, legítimos herederos de los primeros amerindios que descubrieron, dominaron, y poblaron nuestras tierras con sabiduría ancestral.
En la foto estoy, en el museo de Maullín, junto a Patricia Medina, observando la canoa hallada en la zona, que menciona en su trabajo Andrea Soto.

jueves, 7 de febrero de 2013

Por el río Negro, entre Patagones y Viedma; desde Maullín a Quenuir, en el sur de Chile

Los pueblos costeños que pierden su conciencia fluvial corren el serio riesgo de abandonar su identidad y naufragar en la peor y más traumática de las anomias sociales: el desconocimiento de su origen y el extrañamiento de toda vocación por reconocerse en si mismos y en los otros. Los ríos son sustento de fundaciones pretéritas y alimento espiritual para el constante estímulo por los desafíos inmediatos. La corriente de los ríos transmite energía a los hombres, potencia sus virtudes y engrandece sus capacidades creativas. A la vera de los ríos (de los grandes ríos, claro) nacen y crecen poetas, músicos, artesanos, pintores… navegantes sin temor, aventureros de lo distinto, exploradores de puertos impensados.


Yo vivo en las costas de uno de los ríos más importantes de la Patagonia argentina, el río Negro, y cada tanto disfruto del breve viaje entre las dos orillas a bordo de las lanchas para pasajeros que realizan un servicio permanente, desde el amanecer y hasta bien entrada la noche. La ceremonia de la navegación fluvial tiene sus encantos, arranca con el juego de atar y desatar nudos con la ondulante boa de soga en los maderos del muelle y sigue con la diestra maniobra del barquero al trazar la necesaria elipse que sortea bancos riesgosos y busca senderos acuáticos de segura profundidad, con la proa erguida como la nariz de un delfín que olfatea vientos propicios y sigue una senda sólo visible a los ojos del timonel. Las aguas borbotean con alegría tras la hélice de la lancha y la cabina se mece ensoñadoramente, como si el histórico cauce nos estuviera saludando. Los pasajeros intercambian breves comentarios sobre los temas del día y la radio encendida permite enterarse acerca de los datos del clima, sin que falten las charlas con el patrón de la embarcación (solitario lanchero que cumple todas las funciones) acerca del partido de fútbol que pasó o el que se viene, el costo de la vida y otras cuestiones de imperiosa actualidad. El cruce entre Carmen de Patagones y Viedma demanda no más de cinco minutos, pero me permite un reconfortante contacto con la realidad fluvial. Cientos de habitantes de la comarca lo realizan, todos los días, por necesidades laborales, estudiantiles y del amor.


   

En Maullín, ese rincón del sur chileno que se abre al Pacífico desde el río del mismo nombre, no quise perderme el cruce en la barcaza, una chata metálica de unos 18 metros de eslora, entre el muelle del pueblo (allí al borde de la Plaza de Armas) y la localidad de Quenuir, hacia el noreste, sobre uno de los extremos del amplio estuario que desemboca en la Bahía de Maullín. Es un trayecto de 45 minutos de duración, navegando en las aguas del río-mar y sobre el borde mismo de la barra donde se mezclan las corrientes fluviales y oceánicas. El servicio se presta varias veces al día y es utilizado por toda la gente que necesita realizar ese traslado, por compras y negocios, ocupaciones, cuestiones de salud y compromisos sociales ineludibles. Aquel mediodía que nos embarcamos (Patricia Medina, nuestra anfitriona, Dalia y yo) el marinero de cubierta advertía que “partimos de regreso a las cuatro y no a las tres, porque hay un sepelio”, de manera de facilitarle la asistencia a las exequias a los deudos y amigos de una anciana fallecida en el otro extremo del cruce.


La embarcación tiene una cabina con capacidad para unos 30 pasajeros, y los que no se pueden acomodar allí lo hacen sobre la proa, al borde de la planchada, sentados sobre banquitos plásticos, entre un abigarrado cargamento de variopinto contenido: una heladera, botellones de gas envasado, bolsas de harina, un colchón y ropa de cama, cajas de alimentos y redes de pesca. Los viajeros respiran familiaridad y en sus conversaciones se rescatan los tópicos comunes de la vida pueblerina, noticias sobre embarazos y nacimientos, el alejamiento necesario de los jóvenes, el rencuentro del tiempo estival en torno a la mesa, las buenas faenas de la pesca que alegran los bolsillos.

La vibración monocorde del robusto motor cambia y se potencia, como si fuera el clímax operístico de los timbales, cuando la barcaza enfrenta los vientos y olas de la desembocadura. Hay algún bamboleo que sólo sobresalta a los novicios (como nosotros) y pronto está a la vista el muelle de Quenuir.

Atrás quedaron las playas de Pangal, la observación de numerosas bandadas de flamencos, patos, cisnes, pelícanos y otras aves, el cruce con lanchas de pescadores que salen o entran en la bahía en el cotidiano tráfago por la subsistencia, las fotos que procura capturar el curioso cronista y la charla amena con la amiga, matizada con toques de humor.

En el territorio de la otra orilla vamos a reconfortar estómagos con unas riquísimas empanadas de pescado, recién fritas y crocantes, servidas en un prolijo quiosco de la plaza; y un poco más adelante nos dejaremos sorprender por unos frescos jugos de frambuesa , licuados a la vista del cliente, en un impecable emprendimiento familiar. Quenuir no tiene bares ni cocinerías, pero reemplaza esa carencia con afecto y buenos modales.

Más tarde vamos a subir una empinada cuesta hasta el barrio alto, donde Patricia se reencuentra con la casita de madera que fue el primer nido familiar en la zona. Admiramos la vista panorámica del estuario y nos refrescamos a la sombra de añosa arboleda, cerca del muelle del regreso, donde nuestra amiga es reconocida por antiguos usuarios de la biblioteca.

El viaje del retorno permite nuevas valoraciones del paisaje acuático, con el contraste luminoso de los colores de las orillas. Vuelven pensativos quienes han participado del entierro de la vecina, los chiquillos acusan el cansancio de la media tarde y reclaman sus meriendas, hay un grupo de adolescentes que aprovecha para dormitar, y otros jóvenes hacen planes para una reunión de la noche.

Un cartel, sobre la puerta del compartimiento sanitario de la barcaza, llama la atención del cronista y dispara algunas divagaciones acerca del contenido de la palabra “bienestar” en determinadas circunstancias de la vida. El barco se acerca a Maullín, la ceremonia está a punto de culminar. El viajero se siente recompensado en su conciencia fluvial. Los ríos nos unen. Desde el Atlántico he podido estar en la boca misma del Pacífico por algunos minutos. Es cierto: la corriente de los ríos transmite energía a los hombres, potencia sus virtudes y engrandece sus capacidades creativas.











Arriba: distintas escenas del paseo fluvial de Maullín a Quenuir, abajo el cartelito inspirador en la puerta del compartimiento sanitario de la barcaza. ¿Cuál es el "bienestar" del pasajero que se tiene que aguantar las urgencias del intestino?






miércoles, 6 de febrero de 2013

La Cantata de Maullín, santo y seña para la identidad de un pueblo chileno

Esta es la primera de dos notas en la que intento plantear como interrogante lo siguiente: ¿La ciudad chilena de Maullín puede ser un espejo en el cual mirarnos, en lo cultural y patrimonial, desde la comarca patagónica argentina de Carmen de Patagones-Viedma?



Todos los pueblos tienen sus historias. Pero no todos los pueblos pueden cantar esas historias, porque no siempre los poetas lugareños aciertan en las palabras adecuadas para la descripción precisa y emotiva de los hechos; y además, también, porque no es común que los músicos locales se comprometan en la tarea de ponerle las convenientes melodías a los versos que exaltan lo histórico. (Más aún digo: parece existir un constante desacuerdo entre los poetas y los músicos comarqueños).

Maullín, un pequeño pueblo chileno que se asoma al Pacífico desde las aguas del río del mismo nombre, tiene el privilegio de cantar y contar la fascinante historia local a través de una obra integralmente realizada por sus lugareños y que se llama, sencillamente: “Maullín, memoria de un río” bajo la forma de una cantata.

La semilla de este notable emprendimiento la puso Patricia Medina Borquez, promotora cultural y bibliotecaria de la localidad, cuando a través de varios años fue volcando en letras y papel sus impresiones acerca de una sucesión de acontecimientos ocurridos en aquel pueblo y sus alrededores, desde principios del siglo XVII.

Un día esos apuntes poéticos llegaron a las manos de Camilo Silva Medina, que es hijo de Patricia y es músico, director del coro “Las voces del río”. Este joven y creativo artista compuso especialmente las partituras y arreglos de la Cantata; y así, en el otoño del 2012, comenzó la tarea del arduo montaje, una empresa que contra todas las dificultades propias de esta clase de cuestiones culturales pudo llegar al buen puerto del teatro municipal de Maullín en la noche del 26 de enero de 2013; tras su paso por Osorno y el cierre de breve gira en Puerto Montt.

Allá en Maullín (donde pudimos estar con Dalia, mi mujer) la velada fresca pero amable tuvo varios protagonistas: la luna llena y brillante que sin ocultar su orgullo regalaba destellos sobre el platinado lomo del río, la gente del pueblo que colmó la sala con comprensible ansiedad y hasta quizás alguna pizca de incredulidad, y sobre todo los músicos y coreutas que pusieron todo su coraje a prueba para mostrar a sus vecinos el resultado de aquel trabajo del que se venía hablando desde varias semanas antes.

La ovación final, con prolongados aplausos que se escucharon hasta las puertas del templo de Nuestra Señora del Rosario a unos 150 metros del teatro, fue la señal indubitable de la enorme, cálida y jubilosa bienvenida que los maullinenses le brindaron a la obra que, de ahora en más, debe servirles como santo y seña de su identidad.

En la introducción del estreno en Maullín habló la directora regional de bibliotecas, Anghara Guttman, quien bien dijo que los pueblos ubicados sobre las costas de los ríos tienen vivencias especiales y distintivas (conceptos de los cuales este cronista participa con entusiasmo propio). Maullín, asentamiento colonial hispánico con funciones estratégicas de ocupación territorial, ha sido territorio de enfrentamientos y batallas entre indios y blancos, y entre los mismos blancos, que marcaron con sangre y fuego su devenir. Pero, además, en un suceso no demasiado antiguo, sufrió efectos devastadores y crueles cuando el terremoto y maremoto de mayo de 1960.

La síntesis lograda por Patricia Medina en sus ordenados textos permite asomarse desde la visión del poeta en muchos de aquellos momentos históricos. La música compuesta por Camilo Silva ilustra con emoción los tramos más calmos y los otros, los violentos. En una sucesión melodiosa, sin fatigar al espectador, con acertadas acotaciones de la narradora Alejandra Silva Medina, en algo más de una hora la cantata “Maullín, memoria de un río” brinda testimonio y refuerza la identidad de un pequeño pueblo. (Lo que bastante hace falta por estos lares, cerca del Atlántico).

Con todo esto: ¡cómo no iba a estar de fiesta la luna sobre el lomo del río en esa noche rutilante de emociones a flor de piel.

(Este texto, sin las acotaciones entre paréntesis, lo escribí pocas horas después de la función de la cantata en el teatro de Maullín. Patricia, querida amiga, me pidió que lo leyera en el preámbulo de la actuación, del lunes 28, en el importante teatro Diego Rivera de Puerto Montt. No pude rechazar tamaño privilegio.)




De arriba hacia abajo: la portada del libro especial con textos y partituras de la obra, diseño similar al afiche de difusión; el momento en que leo mis crónica, en el teatro Diego Rivera de Puerto Montt, acompañado por el presentador Cristián Sánchez "Farolito"; Camilo, en plena acción directiva; y parte de los responsables, Camilo, Patricia, "Pitufo" (solista), Alejandra (narradora) y Neftalí Silva (esposo de Patricia, padre de sus hijos y productor general de la Cantata). Las fotos y diseño son de Alejandro Gallardo Chávez.