La Habana Vieja,
descascarado corazón caliente
La Habana Vieja, la ciudad colonial hispana que albergó a
los barones del azúcar y los más altos exponentes de la aristocracia cubana de
fines del siglo 19 y comienzos de la centuria siguiente, luce descascarada y
orgullosa, con el corazón caliente de son y salsa y el aliento inconfundible
del mojito, ese trago sencillo y mágico que identifica a la isla caribeña en
todo el mundo.
Callejuelas
estrechas, dominadas por bici-taxis y ciclistas independientes, por donde también
transitan (esquivando baches de todos los tamaños) autos y camiones de los años
50, trepidando como si estuviesen a punto de fundir sus motores. Veredas pobladas
por cubanos gritones y charlatanes que tratan de arrear a los turistas hacia
los “mejores” paladares (el nombre que
identifica a los restaurantes cuentapropistas), “selectos” bares musicales
(donde se anuncia la última e imperdible actuación de la banda Buena Vista)
y “auténticas” tiendas de puros con el
más selecto tabaco cubano. Cuando preguntan “de cuál país tú eres?” si uno contesta
“de Argentina” suelen desplegar una cantinela de nombres de ciudades –Buenos
Aires, Rosario, Córdoba…- con lo que pretenden hacer notar su conocimiento por
nuestra geografía, resultante del contacto previo con otros compatriotas; y no
faltan, claro, las apelaciones al Che, Maradona y Messi, como demostración y
afirmación de simpatía. Puede ocurrir que alguno de esos cubanos (habaneros,
para más datos) pretenda convertirse en nuestro cicerón. Conviene evitarlo,
porque son muy hábiles para introducirnos en lugares de dudosa calidad en el
servicio y precio desmesurado, donde perdemos tiempos y algunos CUC (la moneda
o divisa exclusiva para el turismo). No hay otra cosa para temer, porque en La Habana Vieja son poco
frecuentes los robos al turista.
La deteriorada belleza arquitectónica de La Habana Vieja es inquietante. Detrás de las monumentales
fachadas en ruinas el Cronista Patagónico intenta imaginar los tiempos del
esplendor opulento de las casonas habitadas por las selectas familias de la
plutocracia criolla cubana; con grandes
almacenes de acopio de mercaderías de todo tipo y plena prosperidad comercial.
La realidad contemporánea es bien distinta, en esos mismos escenarios. Las decadentes mansiones donde moraban los
ricos se convirtieron en ciudadelas (nombre que se le da en Cuba a los
inquilinatos del tipo conventillo) habitadas por proles de modestos ingresos; y
los almacenes de barrio (bodegas, los llaman) sólo ofrecen la limitada
mercadería del sistema de racionamiento controlado, hecho añicos en los últimos años por el mercado negro, pero
todavía vigente en la mentalidad del cubano medio.
La opulencia desahogada, que se basaba esencialmente en la
explotación cruel de los cuasi esclavos, se transformó en una economía de férreo control estatal con
seguridades fundamentales en las prestaciones de salud y educación. El empleado
del Estado ganaba bien y su vida transcurría serena; pero luego, tras la caída
del mundo soviético y la desaparición del mecenazgo ruso, comenzaron las
dificultades.
En estos tiempos, en pleno proceso de apertura, para algunos
sectores –que miran con envidia hacia el mundo capitalista- el futuro se
presenta negro y no parecen visualizarse estímulos ni metas heroicas que
justifiquen el esfuerzo cotidiano. Según ellos no se percibe clima de esperanza,
todo es rutina repetida. Este cubano de La Habana Vieja es rezongón. Está
resentido con su historia, tiene la meta puesta en ahorrar en dólares (cosa
ilegal, hasta el presente) y en algún momento poder irse de Cuba.
Pero no debe olvidarse que por estas mismas callejuelas de
nombres románticos (como Luz, Amargura,
Oficios y Aguacate ) hace 55 años se
proclamaba con ardor el triunfo de la Revolución que traía igualdad, libertad y
alegría a un pueblo sufrido, dominado y castigado. El eco de aquel fervor salta
como chispas en los ojos de los cubanos mayores de 60 años, hijos y nietos de
los protagonistas de aquel tiempo de profundas transformaciones. “Yo pude
estudiar y ser maestra gracias a la Revolución” nos dijo Leticia, hoy ya
jubilada y microemprendedora del sistema de alojamiento en casas de familia.
Los frutos de la
Revolución siguen presentes, en La Habana Vieja, en el patio de boxeo
comunal donde un grupo de chicos de siete a diez años le pega fuerte a la bolsa
y el puching ball; en la calidad de la dentadura de la gente, aún los más
humildes; en el consumo que iguala a los habaneros y los turistas en las
tabernas populares, donde se escucha música y se bebe cerveza .
Don Manuel nos llevó de paseo en su taxi Chevrolet Bel Air
de 1957, y narró con orgullo su historia de mecánico de aviones en Cubana de
Aviación cuando la flota se modernizó con los aparatos de fabricación
rusa. “La Revolución nos dejó educación, sobre todo
educación” aseguró, mientras acariciaba el volante de su prolijo auto.
Hay que entregarse al encanto de las calles, plazas y paseos
de La Habana Vieja, sin olvidar el extenso malecón que permite la primera
visión del pacífico Caribe. Hay mucho por descubrir: barcitos y puestos de
libros usados, museos y patios de arte, restaurantes y flores, placas
históricas y artesanías multicolores. Hay música, por supuesto. No todos los
intérpretes con los que uno se tropieza son realmente buenos, pero están unidos
por una misma necesidad: obtener alguna moneda de recompensa y lograr esa
efímera recompensa del aplauso.
Sin plano en la mano, sólo guiado por la curiosidad, este
Cronista Patagónico se lanzó a las calles de La Habana Vieja y se encontró, de
pronto, en la famosa Bodeguita del Medio, donde tras el consabido interrogatorio
acerca de la procedencia la orquestita de turno mañana le dedicó una versión en
son de “Los ejes de mi carreta” de Atahualpa Yupanqui. Momento inolvidable,
donde el carácter afable y el perfumado ron del mojito se combinaron en exactas
proporciones.
Una mañana, llevados por un pálpito que nos recompensó
ampliamente, nos metimos en el patio de la Casa de la Poesía (en calle
Mercaderes, entre Obrapía y Lamparilla) y nos encontramos con la artista cubana
Mirta Juana Portillo Barnet, una mujer de firmes y entusiastas 70 años que
allí, el primer jueves de cada mes, narra cuentos y adivinanzas, transmite
alegría y hace bailar a delegaciones de los Clubes de Abuelos que llegan de
paseo a La Habana desde ciudades de los alrededores.
Mirta Portillo nos cautivó con sus relatos y reflexiones.
Éramos los únicos turistas entre su auditorio y logramos integrarnos con el
grupo, bailamos y nos divertimos largo rato. Después vino la charla, y de la
charla surgió la invitación para que esa misma tarde fuéramos a escuchar el
ensayo de un espectáculo de música y poesía en homenaje a Eloy Machado, “El
Ambia”, un poeta callejero habanero.
Así que allá fuimos, bajo el solazo inclemente de las tres
de la tarde, hacia un rincón de La Habana Vieja Centro, sobre la avenida Salvador
Allende, esquina con Castillejo, donde nos encontramos con una formidable casa
de la Cultura, poblada de jóvenes en desarrollo de diversas artes: música,
danza y teatro.
La antigua mansión, hasta fines de los años 50 residencia de
uno de los “barones del azúcar” y de la política de la dictadura colonialista
de Batista, está descascarada y ruinosa, como buena parte de La Habana Vieja,
pero sus vibraciones son contagiosas. No nos importaba el calor abrasante,
mientras escuchábamos rumbas, cantadas en la lengua africana por el grupo “Che
Kendeke”, y la impresionante interpretación de Mirta Portillo del poema “¡Me
gritaron negra!” de la peruana Victoria
Santa Cruz.
Volvimos a encontrarnos con Mirta un rato más tarde, en una
placita de la avenida, y la charla se extendió largamente por diversos
territorios. Mirta brilla y late con la fuerza del sol de La Habana y reparte
el calor de su arte con enorme generosidad. (Quienes quieran escucharla pueden
buscarla en el youtube, donde hay algunos relatos suyos).
Hay que animarse en las callejuelas estrechas, para
descubrir lugares como el bar “Bigote de Gato”, o “La Taberna de la Plaza
Vieja” para disfrutar piña colada y bocados y ensaladas; tomarse un refresco en
la confitería del hotel Ambos Mundos, donde pasó algunas temporadas de los años
30 el taciturno Ernest Hemingway. O llegarse hasta el puerto y dejarse perder
entre fragancias y colores en la feria de las artesanías, y recompensarse
después con la exquisita cerveza suelta (elaborada allí mismo) del “Viejo
Almacén del Tabaco y la Madera”.
Hay que caminar por La Habana Vieja, hay que caminar mucho.
Vale la pena. Hay que andar con el corazón libre y dejarse despertar por el
canto de los gallos. Después, con un café fuerte y caliente en la panza, el
asfalto desparejo terminará de sacarnos el sueño y comprenderemos, ya en plena
vigilia, que los ojos abiertos no alcanzan para comprenderlo todo.
Carlos Espinosa
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