Las playas caribeñas
de Cuba ¿es esto real o se trata de un sueño?
Son variadas las sensaciones que asaltan al Cronista
Patagónico con sólo pisar el suelo de las playas caribeñas de fina arena de
coral. Las coloraciones del mar, blanco en cercanías dela playa, azul y verde
después , hacia las profundidades; así
como la ausencia de oleaje y viento; y la extraña consistencia de esa arena
blanquísima y fina como talco, permiten establecer comparaciones rápidas con
nuestras apreciadas costas australes. Es aquello tan poderosamente distinto a
los escenarios marítimos conocidos y frecuentados permanentemente, que uno debe pellizcarse y preguntarse si el
espectáculo que se ofrece a los ojos es real o si se trata de un sueño.
Pasada esa primera impresión de incredulidad llega el
momento de disfrutar. El declive de las playas es muy suave y no ofrece
riesgos, la temperatura del agua es sorprendente y tan placentera que uno termina
por acostumbrarse a las cálidas caricias y por momentos desea convertirse en
una medusa, sin pensamientos y, claro, sin ningún tipo de preocupaciones. De eso se trata, precisamente, de alejarse
por un buen rato de las cuestiones que nos agitan y tensionan.
Las experiencias playeras este Cronista Patagónico y su compañera estuvieron
premeditadamente e intencionalmente orientadas a conocer los sitios que frecuentan los mismos cubanos (es decir: nada
de hoteles o paradores del régimen “all inclusive” armados para los canadienses
y europeos) y encontrar algún rincón caribeño lo más virgen posible.
El objetivo se logró. Visitamos primero Santa María del Mar,
en el sector de las Playas del Este, a unos 15 kilómetros de La Habana. Era un
día sábado y la totalidad de los bañistas eran cubanos (salvo nosotros dos, por cierto).
Es un bello lugar, sobre la costa norte del Caribe, con un mar absolutamente
planchado, que sólo se onduló con pequeñas olas después de pasado el mediodía.
Las parejas y familias cubanas charlan de sus cosas, tumbadas debajo de
sombrillas y tiradas sobre las “camas” (que así llaman a las reposeras plásticas)
acompañando la plática distendida con cerveza y ron en buenas cantidades. Los
niños cubanos son tan traviesos y poco obedientes como en cualquier punto del mundo,
pero las madres cubanas son muy gritonas y casi nunca se levantan del asiento
para controlar que su hijo no corre riesgos, así que es posible imaginarse el
concierto de estentóreas advertencias y reconvenciones tales como “Alexandel,
ven un poquitico más celca, chico, que ió te pueda vel !!”. A medida que el sol
completaba su trayectoria la ingesta de cerveza y ron aumentaba, y algunos
caballeros (los que más beben, claro) necesitaban echarse un sueñito sobre la
misma arena, reponían energías tras 15 minutos y de nuevo disparaban para correr
y zambullirse. Alrededor de las cinco dela tarde empezó el éxodo, ya para las
seis casi no quedaba nadie en la playa. El sol cae en el Caribe alrededor de
las siete y media (en la segunda quincena de abril) y entre los cubanos (al
menos los de La Habana) no existe la
costumbre de quedarse cerca del mar hasta el último momento del atardecer.
Claro: a las ocho ya están cenando.
La segunda playa visitada fue la de Ancón, sobre la costa
del sur, a 15 kilómetros de la bella e histórica ciudad de Trinidad (que ya se
ha comentado). En este lugar ya se mezclan los cubanos con los turistas,
estuvimos allí un día de mitad de semana y había pocos bañistas. Hay un parador en cercanías de la playa del
hotel, pero caminando hacia el este el sitio se torna maravillosamente solitario. ¿Se practicara nudismo en algunas
de estas playas caribeñas? Es probable, aunque realmente lo que observamos fue
que tanto la mujer cubana como las turistas europeas que compartían espacios
con nosotros eran muy pudorosas en materia de atuendo playero. Las partes bajas
de sus bikinis tapan las nalgas y no vimos nunca una de esas tangas de hilo
dental que son tan comunes en los puntos veraniegos argentinos. Entre los
varones, en tanto, sí se ven las sungas, sobre todo en los muchachos cubanos que practican fisicoculturismo
(casi todos, pareciera) y algunos pocos
extranjeros.
Desde Santa Clara viajamos hacia el norte y nos adentramos
en el Cayo Santa María (cayos se
denominan a las pequeña islas con una playa de baja profundidad, formada en las
superficies de los arrecifes de coral) atravesando un extraordinario viaducto
de 40 kilómetros de extensión que une la isla con la tierra firme. Todo el
frente oriental del Cayo Santa María está ocupado por hoteles internacionales,
pero en el extremo, bien adentro en el Caribe, encontramos una playa virgen realmente
maravillosa, Perla Blanca ó Las Gaviotas, en medio de un parque de selva
natural tropical. “No hay nadita de nada, solamente un viejo pino que da un
poco de sombla, pero si van por allí no se van a alepentil…” nos dijo una simpática
y cordial guardia ambiental. ¡Tenía razón, no nos arrepentimos! El auto hubo
que dejarlo al final de un camino de tierra (ya la ruta pavimentada se había
terminado unos dos kilómetros antes) en donde un jeep protegía del solazo a
otro guardia ambiental, encargado de cobrarnos 4 CUC por persona por el acceso “a
la plaia más bella de Cuba” (y creemos que no exageraba) a la que se llega por un sendero de unos 600
metros de recorrido que atraviesa una porción de vegetación selvática,
acompañados todo el tiempo por las lagartijas y sus piruetas.
El intenso color blanco de la playa justifica lo de “Perla
Blanca”, pero también hay bandadas de gaviotas (más parecidos a los gaviotines
nuestros, porque son más pequeñas que las gaviotas australes) que practican
acrobacia sobre las aguas. Un mar caliente y transparente, por supuesto sin
olas, que nos regaló una tarde de mucho sol y mucha calma. Éramos, al
principio, los únicos habitantes del lugar, en una extensión de no menos de dos
kilómetros de costa. Hicimos un reducido campamento debajo del pino que ya nos
habían comentado (estuvimos solos hasta eso de las dos de la tarde, cuando apareció
una típica pareja de turista europea más negrito mimoso cubano) y este Cronista
Patagónico hasta se pudo hacer una siestita. Cerca de las cuatro el mismo
guardia ambiental del acceso nos vino a avisar que ya era la hora de la
retirada, porque él se tenía que ir (terminaba su horario de trabajo) y el parque
se cerraba. Era muy temprano, claro,
para nuestras costumbres playeras, pero hubo que cumplir con el pedido “del
compañero” (así se llaman entre ellos los trabajadores de todos los niveles y
servicios). La pareja de turista más
negrito mimoso se había hecho humo por la playa, y el guardia nos comentó “bueno,
pero él es cubano y sabrá como volver”.
En el regreso entramos a Villa Las Brujitas, otra playa del
Cayo Santa María, donde hay un hotel y servicio de confitería, instalados sobre
un risco, con sombrillas, tumbonas (o reposeras) y todo lo demás. Bello lugar,
sobre todo en esa hora del pre atardecer cuando ya no queda nadie en la playa.
Pero sin comparación con Perla Blanca.
La cuarta y última experiencia de playa en Cuba fue en el
famoso Varadero, sitio emblemático del turismo internacional y sus hoteles de
todo incluido. También allí nos alojamos en un departamento particular de
familia (ver un capítulo sobre los alojamientos alternativos) y estábamos a
sólo 300 metros del balneario Los Delfines, una playa de acceso público,
mayormente concurrida por cubanos. Llegamos un domingo y el espectáculo familiero
era similar al que habíamos observado, una semana antes, en Santa María del Mar,
de las Playas del Este de La Habana.
En Los Delfines encontramos un bar de playa muy bien
atendido, con una sobresaliente piña colada y unos platos de pescado sabrosos.
Allí nos quedamos en esa tarde hasta que el sol disparó su último reflejo sobre
la superficie verdosa del Caribe. Al día siguiente una tormenta tropical, que
se desató a eso de las 4 de la tarde, obligó a la retirada. Llegamos al
departamento un par de minutos antes de que el cielo descargara un aguacero.
Todo duró una hora, el sol volvió a salir, ya con la pereza del atardecer, y la noche estuvo en calma.
Contrariamente a los que nos habíamos imaginado la ciudad de
Varadero no tiene demasiadas ofertas gastronómicas y de bares para los turistas
que, como nosotros, circulábamos sueltos, sin estar atados a un “all inclusive”.
Posiblemente por eso mismo, porque la gran mayoría de los visitantes se aloja
en esos complejos donde está todo
previsto, todo armado desde la mañana a la noche, con todas las comidas y
bebidas a toda hora.
Algunos apuntes sobre Varadero: los taxis en autos
americanos de la década del 50, brillantes y preciosos; imposible cenar después
de las 10 de la noche, las cocinas cierran y los lugares sólo ofrecen tragos;
nos salvó un pequeño barcito que tiene pizzas y hamburguesas toda la noche, concurrido
por cubanos que trabajan de noche, por ejemplo los taxistas; un par de horribles
lugares de música: uno dedicado a Los Beatles
y música en inglés, con covers de mala calidad y otro que se presenta como la
Casa de la Salsa, en cuya puerta dos disfrazados ridiculizan a una pareja de
negros cubanos, con sus rasgos fisonómicos exagerados; en Varadero encontramos
un centro comercial con marcas y productos del mundo capitalista, montado para
el turismo internacional y, también, para que los cubanos de clase media se puedan
dar algún gusto consumista.
Las playas caribeñas de Cuba. Una dimensión distinta en comparación
con nuestras playas patagónicas.
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