domingo, 26 de mayo de 2013

Cuadernos de España: Alhambra, sonidos del alma

Alhambra es una palabra que suena maravillosamente bien. Uno supone que arrastra profundos significados que vienen de muchos milenios atrás, hasta quizás con una pizca de misterio enraizado en las tradiciones de Scheherazade y sus mil noches y una (con permiso de Jorge Luis Borges, que ya tendrá participación protagónica en este apunte). Pero no: el subyugante vocablo corresponde etimológicamente a la voz árabe "Al Hamra" (la Roja, الحمراء), y procede del nombre completo "Qal'at al-hamra" (Fortaleza Roja). ¿Por qué se denominó ‘roja’ a la ciudad fortificada que comenzó a construirse por el 889, durante el reinado del musulmán Abd-Allah y alcanzó su apogeo de belleza entre 1333 y 1391 con los reyes Yusuf I y su hijo Muhammad V?? Dicen los eficientes guías que acompañan la recorrida (y el Cronista Patagónico no deja de creerles) que el nombre se origina en el resplandor rojizo que desprendían las antorchas y braseros que se usaban para iluminar los trabajos de construcción, que ocupaban a cientos de operarios y no se interrumpían durante las noches. “La Roja” es, entonces, la forma en que se la empieza a llamar desde sus orígenes… sin que este asunto tenga que ver con la sangre.


Pero ¿y si mágicamente nos propusiéramos querer creer que es por la palpitación caliente de nuestro fluido vital y no por otras cuestiones más bien escenográficas que aquellos musulmanes andaluces asociaron la fantástica obra de Granada con lo rojizo? La Alhambra es como el corazón de una cultura, su órgano esencial, la manifestación más importante de la cosmovisión musulmana en territorios de Occidente.

Otra vuelta de tuerca sobre lo mismo: la primera visión que el Cronista Patagónico tuvo del conjunto monumental de la Alhambra fue en las horas del atardecer. El sol cae hacia la proa de ese gigantesco barco quieto, erigido sobre el cerro La Sabika, promontorio de unos 700 metros de altura. La comparación con la forma de barco, cuya popa apunta hacia el este, hacia el naciente, también la usan los guías. Vale. En el crepúsculo vespertino, y durante varios minutos, todas las edificaciones, y sobre todo las torres de la Alcazaba, (precisamente también llamada ‘Qa’latal-Hamra’, castillo rojo) se tiñen de luz rojiza. Pero a toda hora la totalidad de la Alhambra, "Qal'at al-hamra", la Fortaleza Roja, luce imponente y genera respeto. Obliga al suspiro y cuando uno guarda el aliento se le viene encima la historia de los hombres, el rugido de las picas trabajando la roca en los frentes herméticos y las seguras murallas; el compás simétrico de las cucharas y otras herramientas de los alarifes que hicieron realidad tanta belleza, a través de los siglos. Este no es un dato menor, y como tal debe ser tenido en cuenta por el visitante. La gigantesca ciudad amurallada (conjunto de “medinas”, también le llamaban los árabes) es el resultado de una construcción extendida a lo largo de unos 500 años, desde el siglo IX hasta mediados del siglo XIV durante la dominación árabe de aquellos territorios; a la cual se le agrega el Palacio Real del Emperador Carlos V (aquel en cuyos dominios nunca caía el sol, por lo dilatados que eran) edificado en la segunda mitad del siglo XVI con claras influencias del Renacimiento. Pero, más aún, las intervenciones de rescate y preservación de esta maravilla, considerada como Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO, se suceden en forma continua y contemporánea. Por ejemplo los pisos, fatigados por los dos millones y picos de personas que los recorren todos los años, son permanentemente reparados, con piezas de cerámica elaboradas especialmente desde luego, de manera tal que bien puede decirse que la Alhambra está siempre viva, y en constante reparación. La Alambra respira.

Al trasponer la Puerta de la Justicia comienzan las impresiones. Es menester permanecer muy atentos, porque nada está por allí puesto porque si nomás. De pronto uno se topa frente a frente con la Alcazaba, que es una fortificación netamente defensiva, con altísimas murallas compactas imposibles de escalar, y comprende que las guerras no sólo se ganan con arriesgados ataques sino con apropiadas defensas. Tras recorrer el Patio de los Aljibes se entra a los Palacios Nazaríes (la dinastía Nazarí, que llega hasta el siglo XV marca el final del ciclo musulmán en el sur español) y los ojos empiezan a llenarse de asombros. Todas las maravillosas imágenes que alguna vez hemos admirado en documentales y revistas están allí, un poco más adelante de nuestras narices. El Patio de los Arrayanes (que en Andalucía es un arbusto muy verde) y su espejo de agua; pleno de reflejos que multiplican seres y objetos; el Salón de los Embajadores, con ese techo calidoscópico e inimaginable ; el Patio de los Leones, de serena belleza, dominada por las 12 bocas de los felinos y el susurro de las aguas cayendo; y la Sala de los Reyes, con sus enigmáticas pinturas, acerca de las que todavía discuten los expertos arabistas. Por aquí y por allá los detalles que sobresaltan, formas que no parecen posibles, diseños que conjugan armonía y simetría, encajes perfectos, todo aquello que en conjunto alguna vez hemos llamado por el genérico de ‘arabescos’ (que son específicamente sólo las formas que imitan plantas, ramas, flores y otros detalles de la naturaleza) pero mucho más.

El Cronista Patagónico se detuvo todo el rato que pudo en la contemplación de los ‘mocárabes’, que representan en yeso las formas de las estalactitas de las cavernas, multiplicadas por cientos y miles, de tonalidad blanca y azulada, en los techos abovedados de algunos salones y en los pórticos que los comunican. Esos ‘mocárabes’ juegan con la luz y las sombras, simulando profundidades y salientes diversos, y generan perturbadoras ilusiones ópticas. Allí, con la cabeza y la vista proyectadas hacia arriba, sintiendo la inevitable presión que ejercen las vértebras cervicales en la continuidad de esa postura; así, de cara a los techos de Alhambra, el Cronista Patagónico se preguntaba: ¿existe lo que estoy viendo o es sólo un efecto fascinante de la luz? Lamentablemente el visitante no puede detenerse más que un cierto y limitado lapso, para no interrumpir el paso de los miles de personas que siguen por detrás. La duda se mantiene, aunque han pasado varias semanas, y el CP sigue interrogando a sus ojos: ¿ustedes realmente vieron lo que le dijeron al cerebro que estaban viendo?

Es en este punto donde resulta oportuno apartarse de la descripción de la Alhambra (tarea vana, cuando no se tienen recursos virtuosos, que no es este el caso) para referirse a la parábola de Francisco de Icaza, María Kodama y Jorge Luis Borges.

Vayamos por partes. Francisco de Icaza fue un poeta y diplomático mexicano, que en funciones de embajador primero, y como refugiado político después, pasó gran parte de su vida en España, donde murió en Madrid en 1928. No se sabe cuándo exactamente, pero en alguna oportunidad estando de visita en Granada se topó con un ciego menesteroso que pedía limosnas en la calle. Conmovido por la situación de aquel hombre le pidió a su esposa, que lo acompañaba, que le diera algunas monedas. La anécdota la volcó bajo la forma de un breve poema: “'Dale limosna mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser ciego en Granada”. Nada indica que el hecho haya ocurrido precisamente en la Alhambra, pero unos cuántos años más tarde (este cronista no encontró registro) alguien hizo colocar en una de las paredes del conjunto histórico monumental una mayólica con esa leyenda. Borges ya estaba ciego cuando en 1976 visitó la Alhambra en compañía de quien era por entonces su secretaria y sería más adelante su esposa, María Kodama. Borges había conocido los palacios nazaríes y demás construcciones siendo joven, cuando todavía podía ver; pero en aquella ocasión procuraba recrear sus impresiones a través del relato de Kodama. La mujer le iba narrando y leyendo las señales, y ante el referido cartel dio cuenta de su contenido. Ella misma contó (esto ocurrió en julio de 2012 en Granada, en una conferencia) que recién después de leer la frase reparó en el daño que le podía causar a su admirado maestro. Pero el escritor la consoló diciéndole que ella sería sus ojos ese día, y de esa visita (“donde Borges escuchaba mis palabras y los sonidos de cada rincón, mientras recorría con sus manos las paredes” dijo Kodama) nació su poema Alhambra.

“Grata la voz del agua/ a quien abrumaron negras arenas, grato a la mano cóncava / el mármol circular de la columna, gratos los finos laberintos del agua / entre los limoneros, grata la música del zéjel, grato el amor y grata la plegaria / dirigida a un Dios que está solo, grato el jazmín.

Vano el alfanje / ante las largas lanzas de los muchos, vano ser el mejor. Grato sentir o presentir, rey doliente, que tus dulzuras son adioses, que te será negada la llave, que la cruz del infiel borrará la luna, que la tarde que miras es la última.”

¡No hace falta ser intenso admirador de Borges para encontrar los sonidos y las texturas que estos versos difunden! La sensibilidad de Borges y su aguda percepción de ciego contradicen al mexicano Icaza. Pero, claro, había que ser Borges y tener a la Kodama como servidora para romper el maleficio de la ceguera precisamente, allí en tierras granadinas.

El Cronista Patagónico cree que la vista y la audición son esenciales para disfrutar de la Alhambra, pero la potencia de esos sentidos debe complementarse con la capacidad emotiva que sólo se domina cuando eso que llamamos espíritu está libre de preocupaciones.

Después de internarse en los jardines y aposentos del Generalife, que era la residencia de verano y descanso para el rey de Granada; una vez culminado el recorrido guiado, cuando a los visitantes se los deja “en libertad” para recorrer los parques (y sólo los parques, porque a las 14 se cancela la validez de los boletos matutinos y ya no se puede ingresar a los palacios) este CP se sentó a la fresca sombra de los olmos y las enredaderas, mientras su compañera disparara insistentemente la cámara fotográfica, para dejar escrito un apunte “in situ” que dice así:

Qué pena que las fotos no registran sonido y se pierde el murmullo sabio de las aguas del río Darro bajando por las acequías hacia los eternos jardines de la Alhambra; murmullo que tiene eco de las voces imperativas de los sultanes y los suspiros que vienen del harem, suspiros secretos que guardan esas salas y no sé si alguna vez serán revelados. Tantos siglos han pasado y esos momentos siguen aquí, y los ruiseñores están cantando la historia en clave de antiguas derrotas; y el agua acompaña y el agua certifica que ya no hay tiempo, porque todo ha ocurrido alguna vez.





Cabe detenerse ante un cartel que indica, en el interior del palacio del Generalife, que allí estuvo alojado en 1829 el escritor norteamericano Washington Irving y allí mismo escribió sus célebres “Cuentos de la Alhambra”. Saliendo de la fortaleza, sobre la calle lateral que lleva al acceso principal al conjunto histórico se encuentra en estado de total abandono (cerrado, claro) el edificio de lo que fue el Hotel Washington Irving y supo ser un establecimiento hotelero de jerarquía hasta los años 80. Hace más de 12 que está clausurado por un aparente pleito judicial y la prensa de Granada se queja del deterioro de semejante inmueble. ¿Borges se habrá alojado allí cuando estuvo por esos lares en 1976?












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