Alhambra es una palabra que suena maravillosamente bien. Uno supone que arrastra profundos significados que vienen de muchos milenios atrás, hasta quizás con una pizca de misterio enraizado en las tradiciones de Scheherazade y sus mil noches y una (con permiso de Jorge Luis Borges, que ya tendrá participación protagónica en este apunte). Pero no: el subyugante vocablo corresponde etimológicamente a la voz árabe "Al Hamra" (la Roja, الحمراء), y procede del nombre completo "Qal'at al-hamra" (Fortaleza Roja). ¿Por qué se denominó ‘roja’ a la ciudad fortificada que comenzó a construirse por el 889, durante el reinado del musulmán Abd-Allah y alcanzó su apogeo de belleza entre 1333 y 1391 con los reyes Yusuf I y su hijo Muhammad V?? Dicen los eficientes guías que acompañan la recorrida (y el Cronista Patagónico no deja de creerles) que el nombre se origina en el resplandor rojizo que desprendían las antorchas y braseros que se usaban para iluminar los trabajos de construcción, que ocupaban a cientos de operarios y no se interrumpían durante las noches. “La Roja” es, entonces, la forma en que se la empieza a llamar desde sus orígenes… sin que este asunto tenga que ver con la sangre.
Pero ¿y si mágicamente nos propusiéramos querer creer que es por la palpitación caliente de nuestro fluido vital y no por otras cuestiones más bien escenográficas que aquellos musulmanes andaluces asociaron la fantástica obra de Granada con lo rojizo? La Alhambra es como el corazón de una cultura, su órgano esencial, la manifestación más importante de la cosmovisión musulmana en territorios de Occidente.
Otra vuelta de tuerca sobre lo mismo: la primera visión que el Cronista Patagónico tuvo del conjunto monumental de la Alhambra fue en las horas del atardecer. El sol cae hacia la proa de ese gigantesco barco quieto, erigido sobre el cerro La Sabika, promontorio de unos 700 metros de altura. La comparación con la forma de barco, cuya popa apunta hacia el este, hacia el naciente, también la usan los guías. Vale. En el crepúsculo vespertino, y durante varios minutos, todas las edificaciones, y sobre todo las torres de la Alcazaba, (precisamente también llamada ‘Qa’latal-Hamra’, castillo rojo) se tiñen de luz rojiza. Pero a toda hora la totalidad de la Alhambra, "Qal'at al-hamra", la Fortaleza Roja, luce imponente y genera respeto. Obliga al suspiro y cuando uno guarda el aliento se le viene encima la historia de los hombres, el rugido de las picas trabajando la roca en los frentes herméticos y las seguras murallas; el compás simétrico de las cucharas y otras herramientas de los alarifes que hicieron realidad tanta belleza, a través de los siglos. Este no es un dato menor, y como tal debe ser tenido en cuenta por el visitante. La gigantesca ciudad amurallada (conjunto de “medinas”, también le llamaban los árabes) es el resultado de una construcción extendida a lo largo de unos 500 años, desde el siglo IX hasta mediados del siglo XIV durante la dominación árabe de aquellos territorios; a la cual se le agrega el Palacio Real del Emperador Carlos V (aquel en cuyos dominios nunca caía el sol, por lo dilatados que eran) edificado en la segunda mitad del siglo XVI con claras influencias del Renacimiento. Pero, más aún, las intervenciones de rescate y preservación de esta maravilla, considerada como Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO, se suceden en forma continua y contemporánea. Por ejemplo los pisos, fatigados por los dos millones y picos de personas que los recorren todos los años, son permanentemente reparados, con piezas de cerámica elaboradas especialmente desde luego, de manera tal que bien puede decirse que la Alhambra está siempre viva, y en constante reparación. La Alambra respira.
Al trasponer la Puerta de la Justicia comienzan las impresiones. Es menester permanecer muy atentos, porque nada está por allí puesto porque si nomás. De pronto uno se topa frente a frente con la Alcazaba, que es una fortificación netamente defensiva, con altísimas murallas compactas imposibles de escalar, y comprende que las guerras no sólo se ganan con arriesgados ataques sino con apropiadas defensas. Tras recorrer el Patio de los Aljibes se entra a los Palacios Nazaríes (la dinastía Nazarí, que llega hasta el siglo XV marca el final del ciclo musulmán en el sur español) y los ojos empiezan a llenarse de asombros. Todas las maravillosas imágenes que alguna vez hemos admirado en documentales y revistas están allí, un poco más adelante de nuestras narices. El Patio de los Arrayanes (que en Andalucía es un arbusto muy verde) y su espejo de agua; pleno de reflejos que multiplican seres y objetos; el Salón de los Embajadores, con ese techo calidoscópico e inimaginable ; el Patio de los Leones, de serena belleza, dominada por las 12 bocas de los felinos y el susurro de las aguas cayendo; y la Sala de los Reyes, con sus enigmáticas pinturas, acerca de las que todavía discuten los expertos arabistas. Por aquí y por allá los detalles que sobresaltan, formas que no parecen posibles, diseños que conjugan armonía y simetría, encajes perfectos, todo aquello que en conjunto alguna vez hemos llamado por el genérico de ‘arabescos’ (que son específicamente sólo las formas que imitan plantas, ramas, flores y otros detalles de la naturaleza) pero mucho más.
El Cronista Patagónico se detuvo todo el rato que pudo en la contemplación de los ‘mocárabes’, que representan en yeso las formas de las estalactitas de las cavernas, multiplicadas por cientos y miles, de tonalidad blanca y azulada, en los techos abovedados de algunos salones y en los pórticos que los comunican. Esos ‘mocárabes’ juegan con la luz y las sombras, simulando profundidades y salientes diversos, y generan perturbadoras ilusiones ópticas. Allí, con la cabeza y la vista proyectadas hacia arriba, sintiendo la inevitable presión que ejercen las vértebras cervicales en la continuidad de esa postura; así, de cara a los techos de Alhambra, el Cronista Patagónico se preguntaba: ¿existe lo que estoy viendo o es sólo un efecto fascinante de la luz? Lamentablemente el visitante no puede detenerse más que un cierto y limitado lapso, para no interrumpir el paso de los miles de personas que siguen por detrás. La duda se mantiene, aunque han pasado varias semanas, y el CP sigue interrogando a sus ojos: ¿ustedes realmente vieron lo que le dijeron al cerebro que estaban viendo?
Es en este punto donde resulta oportuno apartarse de la descripción de la Alhambra (tarea vana, cuando no se tienen recursos virtuosos, que no es este el caso) para referirse a la parábola de Francisco de Icaza, María Kodama y Jorge Luis Borges.
Vayamos por partes. Francisco de Icaza fue un poeta y diplomático mexicano, que en funciones de embajador primero, y como refugiado político después, pasó gran parte de su vida en España, donde murió en Madrid en 1928. No se sabe cuándo exactamente, pero en alguna oportunidad estando de visita en Granada se topó con un ciego menesteroso que pedía limosnas en la calle. Conmovido por la situación de aquel hombre le pidió a su esposa, que lo acompañaba, que le diera algunas monedas. La anécdota la volcó bajo la forma de un breve poema: “'Dale limosna mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser ciego en Granada”. Nada indica que el hecho haya ocurrido precisamente en la Alhambra, pero unos cuántos años más tarde (este cronista no encontró registro) alguien hizo colocar en una de las paredes del conjunto histórico monumental una mayólica con esa leyenda. Borges ya estaba ciego cuando en 1976 visitó la Alhambra en compañía de quien era por entonces su secretaria y sería más adelante su esposa, María Kodama. Borges había conocido los palacios nazaríes y demás construcciones siendo joven, cuando todavía podía ver; pero en aquella ocasión procuraba recrear sus impresiones a través del relato de Kodama. La mujer le iba narrando y leyendo las señales, y ante el referido cartel dio cuenta de su contenido. Ella misma contó (esto ocurrió en julio de 2012 en Granada, en una conferencia) que recién después de leer la frase reparó en el daño que le podía causar a su admirado maestro. Pero el escritor la consoló diciéndole que ella sería sus ojos ese día, y de esa visita (“donde Borges escuchaba mis palabras y los sonidos de cada rincón, mientras recorría con sus manos las paredes” dijo Kodama) nació su poema Alhambra.
“Grata la voz del agua/ a quien abrumaron negras arenas, grato a la mano cóncava / el mármol circular de la columna, gratos los finos laberintos del agua / entre los limoneros, grata la música del zéjel, grato el amor y grata la plegaria / dirigida a un Dios que está solo, grato el jazmín.
Vano el alfanje / ante las largas lanzas de los muchos, vano ser el mejor. Grato sentir o presentir, rey doliente, que tus dulzuras son adioses, que te será negada la llave, que la cruz del infiel borrará la luna, que la tarde que miras es la última.”
¡No hace falta ser intenso admirador de Borges para encontrar los sonidos y las texturas que estos versos difunden! La sensibilidad de Borges y su aguda percepción de ciego contradicen al mexicano Icaza. Pero, claro, había que ser Borges y tener a la Kodama como servidora para romper el maleficio de la ceguera precisamente, allí en tierras granadinas.
El Cronista Patagónico cree que la vista y la audición son esenciales para disfrutar de la Alhambra, pero la potencia de esos sentidos debe complementarse con la capacidad emotiva que sólo se domina cuando eso que llamamos espíritu está libre de preocupaciones.
Después de internarse en los jardines y aposentos del Generalife, que era la residencia de verano y descanso para el rey de Granada; una vez culminado el recorrido guiado, cuando a los visitantes se los deja “en libertad” para recorrer los parques (y sólo los parques, porque a las 14 se cancela la validez de los boletos matutinos y ya no se puede ingresar a los palacios) este CP se sentó a la fresca sombra de los olmos y las enredaderas, mientras su compañera disparara insistentemente la cámara fotográfica, para dejar escrito un apunte “in situ” que dice así:
Qué pena que las fotos no registran sonido y se pierde el murmullo sabio de las aguas del río Darro bajando por las acequías hacia los eternos jardines de la Alhambra; murmullo que tiene eco de las voces imperativas de los sultanes y los suspiros que vienen del harem, suspiros secretos que guardan esas salas y no sé si alguna vez serán revelados. Tantos siglos han pasado y esos momentos siguen aquí, y los ruiseñores están cantando la historia en clave de antiguas derrotas; y el agua acompaña y el agua certifica que ya no hay tiempo, porque todo ha ocurrido alguna vez.
Cabe detenerse ante un cartel que indica, en el interior del palacio del Generalife, que allí estuvo alojado en 1829 el escritor norteamericano Washington Irving y allí mismo escribió sus célebres “Cuentos de la Alhambra”. Saliendo de la fortaleza, sobre la calle lateral que lleva al acceso principal al conjunto histórico se encuentra en estado de total abandono (cerrado, claro) el edificio de lo que fue el Hotel Washington Irving y supo ser un establecimiento hotelero de jerarquía hasta los años 80. Hace más de 12 que está clausurado por un aparente pleito judicial y la prensa de Granada se queja del deterioro de semejante inmueble. ¿Borges se habrá alojado allí cuando estuvo por esos lares en 1976?
domingo, 26 de mayo de 2013
Cuadernos de España: Sevilla honra la memoria de los poetas
Honrar la memoria de los poetas, de eso se trata. Aquellas ciudades que se reservan algún espacio para ese tipo de homenaje se distinguen y prestigian, para adentro, y también para afuera. El cochero que llevaba al Cronista Patagónico por las avenidas interiores del Parque de María Luisa, en Sevilla, hacia la sorprendente Plaza España, iba anunciando los hitos del recorrido, con cierta monotonía propia de la repetida ceremonia. Pero sin embargo pareció que su tono adquirió mayor solemnidad cuando pasó por las cercanías del monumento al poeta insigne y señaló que “aquí está la estatua de Gustavo Adolfo Bécquer, poeta romántico sevillano…”; y remató, por si acaso los pasajeros no escucharon bien: “Gustavo Adolfo Bécquer”. La obra escultórica, en medio de frondosa arboleda, presenta la figura del vate en un busto de medio cuerpo sobre una pilastra clásica y envuelto por una capa española plegada sobre el hombro izquierdo a modo de una clámide griega. Allí cerca, a la izquierda, toca la pilastra la figura de un Cupido, esculpido en bronce, que dispara sus flechas; en tanto a la derecha del poeta está representado el mismo Cupido, ya adulto, herido de muerte por sus propias flechas. Sentadas sobre la base del conjunto escultórico se encuentran, en mármol blanco, las figuras de tamaño real de tres mujeres jóvenes. Cada una de ellas tiene un gesto diferente, como para que el espectador pueda reconocer la ilusión en el amor por llegar, la plenitud del amor que se vive, y la tristeza del amor que se acabó. Es muy común que alguna mano anónima deje sobre el regazo de cada una de las damas enamoradas una flor de homenaje. Podrá ser roja, rosada, amarilla o celeste, pero siempre tendrá la misma intención: rescatar la esencia del amor. Los pájaros se adueñan del follaje del antiguo ciprés (dicen que fue plantado en 1850 y todavía vive) que le da sombra permanente a Bécquer, sus cupidos y las tres ninfas románticas. Nadie que alguna vez haya suspirado versos de Bécquer puede pasar indiferente por este sitio, es como abrir una puerta y encontrarse con la esencia de un pasado de sentimientos ingenuos. Tenía razón el cochero, al advertir la importancia de la obra.
A unas diez cuadras de distancia del grupo escultórico en homenaje a Bécquer, entre la plazoleta de la Puerta de Jerez y los Jardines de Cristina, el Ayuntamiento de la ciudad inauguró, hace unos pocos años, una moderna fuente de mármol con una leyenda -todo a lo ancho y sobre la caída del agua- que no deja lugar a dudas sobre su intención y dice: Sevilla a los poetas de la generación del 27. Allí mismo, por encima de una suave cascada, descansa con placidez una joven mujer de molduras abundantes, toda desnuda ella, con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo, una tierna sonrisa entre labios y un libro abierto casi sobre el borde de la fuente y a unos pocos centímetros de sus armoniosos pechos. Quizás la contemplación de esas bellas tazas distrae al espectador masculino, que no repara todo lo debido en la alegoría que relaciona a la atractiva lectora con los versos que, está implícito, fluyen de las páginas como fluye el agua misma de una vertiente inacabable. Pero ¡vale!: la poesía nos sorprende allí en ese rincón sevillano, donde algunos breves fragmentos literarios han sido cincelados en el mármol. Jorge Guillén, uno de los protagonistas de aquel grupo que se dio en llamar “la generación del 27”, está evocado así: “Un recuerdo de viaje queda en nuestras memorias. Nos fuimos a Sevilla (…) concluyó la excursión. Juntos ya para siempre” y un aire de nostalgia se instala en el cielo de Sevilla, decorado por el canto de los ruiseñores.
Desde la fuente arranca un paseo consagrado a los poetas. Entre los setos sobresalen importantes trozos de granito donde se pueden leer versos escogidos de algunos de los autores del mentado movimiento. Joaquín Romero Murube que proclama su Armonía: “Está la rosa, y el ciprés en el agua, en el filo celeste de lo bello; mínimas brisas ponen en sus hojas un latir de llamadas y destellos”. Pedro Salinas advierte sus Presagios: “El río va a su negocio, corre que te correrás. De cuando en cuando, en la orilla, hay una moza que sale (Gelves es la moza humilde, Sevilla la del linaje) a ofrecerle el corazón si el río quiere pararse. Pero el río va a su negocio y no se casa con nadie”. La sombra y unos coquetos bancos metálicos invitan al descanso. El Cronista Patagónico cierra los ojos y sueña con un hipotético jardín de los poetas en algún rincón de la costa sobre el gran río Negro, allá en Viedma o Carmen de Patagones; piensa: qué lindo sería dejar huellas de poesía casi sobre la línea de la marea, para que las aguas que bajan frescas de los Andes recogieran al paso algunas palabras calientes rumbo al Atlántico.
En un rincón está Gerardo Diego para contar que “Me estás enseñando a amar. Yo no sabía. Amar es no pedir, es dar noche tras día. La noche ama al Día, el claro ama a la Oscura. Qué amor tan perfecto y tan raro. Tú mi ventura. El día a la Noche alza, besa sólo un instante. La Noche al Día –alba, promesa- beso de amante. Me estás enseñando a amar. Yo no sabía. Amar es no pedir, es dar. Mi alma, vacía”. Y Federico, el enorme García Lorca, que también fue de aquel selecto grupo del 27, tiene apenas seis versos estampados en piedra en el paseo de los poetas de Sevilla, tomados de la Baladilla de los Tres Ríos: “Para los barcos de vela, Sevilla tiene un camino; por el agua de Granada sólo reman los suspiros. Ay, amor, que se fue y no vino!”. Tal vez es muy poco espacio para Federico, pero alcanza la sugerencia y el Guadalquivir, allí a unos pasos debajo del puente de San Telmo, suspira agradecido.
Honrar la memoria de los poetas, de eso se trata. Aquellas ciudades que se reservan algún espacio para ese tipo de homenaje se distinguen y prestigian, para adentro, y también para afuera. Sevilla alcanza el cometido.
La generación del 27 puede ser considerada como un punto de inflexión en la poesía española del siglo 20. Se agrupan bajo esa denominación un conjunto de escritores que por entonces rondaban entre los 30 y los 40 años, y fueron partícipes del homenaje a Luis de Góngora, promovido por el Ateneo de Sevilla en ese año de 1927 por el tercer centenario de su muerte. A partir de ese encuentro comienzan a compartir ediciones y revistas, se acompañan mutuamente en sus presentaciones y proclaman, en el mundo literario hispanoamericano, una estética basada en el equilibrio entre lo romántico y lo clásico, en la búsqueda de nuevos caminos. De la generación del 27 forman parte, también, Rafael Alberti (casi argentino) y Miguel Hernández, pero se extiende a Vicente Aleixandre y el Salvador Dalí de la escritura. El movimiento trasciende las fronteras españolas y en Latinoamérica gana adeptos como Pablo Neruda y el primer Jorge Luis Borges. Dámaso Alonso, otro exponente “del 27”, escribió:
“Imagen de la vida: un grupo de poetas, casi el núcleo central de una generación, atravesaba el río. La embarcación era un símbolo: representaba los vínculos y contactos personales que ligan a los miembros de un grupo en conjunta florescencia: la amistad, el compañerismo, los compartidos sentimientos, los mutuos influjos... La cuerda guiadora era el designio de Dios, la proyección teleológica que lleva hacia una meta la actividad de una hornada de hombres, contando con la fuerza de la riada (que Él mismo también impulsa), pero a través de la riada... ¡Quién nos había de decir, Federico, mi príncipe muerto, que para ti la cuerda se había de romper, brutalmente, de pronto, antes que para los demás, y que la marea turbia te había de arrastrar, víctima inocente! Tú tenías como ninguno la risa alegre, la gracia genuina que a todos impregna y hace desarrugar el ceño más plegado; la sal de España se había concentrado en ti, apurada y avivada a lo largo de lentísimas eras; pero de vez en cuando te salían esos aullidos animales, terror oscuro que venía ¿de dónde?, ramalazos de un difuso presentimiento. Patente está por todas partes en las imágenes oníricas de tu obra; pero sólo a veces atravesaba como un relámpago las risas de tu amistad, las facecias de tu genial juglaría. ¡Aquel pavor tuyo de la barca...!
Eso era por los mediados de diciembre de 1927. El viaje a Sevilla había surgido de una invitación del Ateneo de esa ciudad. Y todo, en realidad, se debía al cariño (y sospecho que también a la esplendidez) de Ignacio Sánchez Mejías. Nos habían aposentado en las mejores habitaciones de un hotel que nos pareció regio. Cuando se terminó, digamos, nuestra contrata, decidimos prolongar algunos días más nuestra estancia en Sevilla, y fue cuando ajustamos cuentas y vimos que en aquel hotel eran sólo las alturas lo que les iba bien a nuestros menguados fondos. (¿No acababa yo de hablar en el Ateneo sobre La altitud poética de la literatura española?). Abandonamos, pues, las suntuosidades del principal y nos instalamos ascéticamente en la buhardilla. Nosotros mismos nos subimos nuestros bártulos (ya no éramos huéspedes importantes). Subía Federico con sus trastos, muy solemnemente, como en una ascensión ritual, y cada pocos escalones se detenía para gritar, con voz muy fuerte, dolorida, lúgubre: «¡Así cayó Nínive! ¡Así cayó Babilonia!».
Los días anteriores habíamos dado nuestras sesiones poéticas —conferencias, lecturas de versos— ante reducido público. Tenían lugar ya bien anochecido. Después nos sumergíamos profundamente (hasta el amanecer) en el brujerío de la noche sevillana. Dormíamos desde la salida del sol hasta el crepúsculo vespertino. Sólo en viajes posteriores he visto la Giralda a la luz del día.
Recuerdo esos trazos, que el tiempo ya quiere borrar de mi memoria, porque mi idea de la generación a que (como segundón) pertenezco , va unida a esa excursión sevillana. Los que hicimos el viaje fuimos Guillén, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Federico, Bergamín, Chabás y yo. Es evidente que si tomamos los cinco primeros nombres (el de Bergamín, como prosista muy cercano al grupo) y añadimos el de Salinas, que no sé por qué causa no fue con nosotros, y el de Cernuda, muy joven entonces, que figuró entre el auditorio (pero de quien también se leyeron poemas en aquellas veladas) , y el de Aleixandre, que no había publicado aún su primer libro, tenemos completo el grupo nuclear, las figuras más importantes de la generación poética anterior a nuestra guerra. (No: hay que mencionar aún el del benjamín, Manolito Altolaguirre, casi un niño, que allá, en Málaga, fundaba ese mismo año la revista Litoral, y el de su compañero Emilio Prados.) Toda generación tiene límites difuminados y brotes epigónicos y reflorescencias. La nómina principal de la mía está en los poetas mencionados. De los cuales, la mayoría en activo por entonces, fue a aquella excursión sevillana: la generación hacía así su primero y más concreto acto público.” (Dámaso Alonso)
¿Verdad que bien merecido está el homenaje de Sevilla a los poetas de la generación del 27? Adecuado regalo el de las bellas formas de la lectora de mórbidas tentaciones, sobre la fuente de aguas claras como la poesía que practicaban aquellos escritores. ¡Se habrán inspirado en hermosas muchachas españolas de ese talante muchos de los autores de esa época! Honrar la memoria de los poetas, de eso se trata.
A unas diez cuadras de distancia del grupo escultórico en homenaje a Bécquer, entre la plazoleta de la Puerta de Jerez y los Jardines de Cristina, el Ayuntamiento de la ciudad inauguró, hace unos pocos años, una moderna fuente de mármol con una leyenda -todo a lo ancho y sobre la caída del agua- que no deja lugar a dudas sobre su intención y dice: Sevilla a los poetas de la generación del 27. Allí mismo, por encima de una suave cascada, descansa con placidez una joven mujer de molduras abundantes, toda desnuda ella, con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo, una tierna sonrisa entre labios y un libro abierto casi sobre el borde de la fuente y a unos pocos centímetros de sus armoniosos pechos. Quizás la contemplación de esas bellas tazas distrae al espectador masculino, que no repara todo lo debido en la alegoría que relaciona a la atractiva lectora con los versos que, está implícito, fluyen de las páginas como fluye el agua misma de una vertiente inacabable. Pero ¡vale!: la poesía nos sorprende allí en ese rincón sevillano, donde algunos breves fragmentos literarios han sido cincelados en el mármol. Jorge Guillén, uno de los protagonistas de aquel grupo que se dio en llamar “la generación del 27”, está evocado así: “Un recuerdo de viaje queda en nuestras memorias. Nos fuimos a Sevilla (…) concluyó la excursión. Juntos ya para siempre” y un aire de nostalgia se instala en el cielo de Sevilla, decorado por el canto de los ruiseñores.
Desde la fuente arranca un paseo consagrado a los poetas. Entre los setos sobresalen importantes trozos de granito donde se pueden leer versos escogidos de algunos de los autores del mentado movimiento. Joaquín Romero Murube que proclama su Armonía: “Está la rosa, y el ciprés en el agua, en el filo celeste de lo bello; mínimas brisas ponen en sus hojas un latir de llamadas y destellos”. Pedro Salinas advierte sus Presagios: “El río va a su negocio, corre que te correrás. De cuando en cuando, en la orilla, hay una moza que sale (Gelves es la moza humilde, Sevilla la del linaje) a ofrecerle el corazón si el río quiere pararse. Pero el río va a su negocio y no se casa con nadie”. La sombra y unos coquetos bancos metálicos invitan al descanso. El Cronista Patagónico cierra los ojos y sueña con un hipotético jardín de los poetas en algún rincón de la costa sobre el gran río Negro, allá en Viedma o Carmen de Patagones; piensa: qué lindo sería dejar huellas de poesía casi sobre la línea de la marea, para que las aguas que bajan frescas de los Andes recogieran al paso algunas palabras calientes rumbo al Atlántico.
En un rincón está Gerardo Diego para contar que “Me estás enseñando a amar. Yo no sabía. Amar es no pedir, es dar noche tras día. La noche ama al Día, el claro ama a la Oscura. Qué amor tan perfecto y tan raro. Tú mi ventura. El día a la Noche alza, besa sólo un instante. La Noche al Día –alba, promesa- beso de amante. Me estás enseñando a amar. Yo no sabía. Amar es no pedir, es dar. Mi alma, vacía”. Y Federico, el enorme García Lorca, que también fue de aquel selecto grupo del 27, tiene apenas seis versos estampados en piedra en el paseo de los poetas de Sevilla, tomados de la Baladilla de los Tres Ríos: “Para los barcos de vela, Sevilla tiene un camino; por el agua de Granada sólo reman los suspiros. Ay, amor, que se fue y no vino!”. Tal vez es muy poco espacio para Federico, pero alcanza la sugerencia y el Guadalquivir, allí a unos pasos debajo del puente de San Telmo, suspira agradecido.
Honrar la memoria de los poetas, de eso se trata. Aquellas ciudades que se reservan algún espacio para ese tipo de homenaje se distinguen y prestigian, para adentro, y también para afuera. Sevilla alcanza el cometido.
La generación del 27 puede ser considerada como un punto de inflexión en la poesía española del siglo 20. Se agrupan bajo esa denominación un conjunto de escritores que por entonces rondaban entre los 30 y los 40 años, y fueron partícipes del homenaje a Luis de Góngora, promovido por el Ateneo de Sevilla en ese año de 1927 por el tercer centenario de su muerte. A partir de ese encuentro comienzan a compartir ediciones y revistas, se acompañan mutuamente en sus presentaciones y proclaman, en el mundo literario hispanoamericano, una estética basada en el equilibrio entre lo romántico y lo clásico, en la búsqueda de nuevos caminos. De la generación del 27 forman parte, también, Rafael Alberti (casi argentino) y Miguel Hernández, pero se extiende a Vicente Aleixandre y el Salvador Dalí de la escritura. El movimiento trasciende las fronteras españolas y en Latinoamérica gana adeptos como Pablo Neruda y el primer Jorge Luis Borges. Dámaso Alonso, otro exponente “del 27”, escribió:
“Imagen de la vida: un grupo de poetas, casi el núcleo central de una generación, atravesaba el río. La embarcación era un símbolo: representaba los vínculos y contactos personales que ligan a los miembros de un grupo en conjunta florescencia: la amistad, el compañerismo, los compartidos sentimientos, los mutuos influjos... La cuerda guiadora era el designio de Dios, la proyección teleológica que lleva hacia una meta la actividad de una hornada de hombres, contando con la fuerza de la riada (que Él mismo también impulsa), pero a través de la riada... ¡Quién nos había de decir, Federico, mi príncipe muerto, que para ti la cuerda se había de romper, brutalmente, de pronto, antes que para los demás, y que la marea turbia te había de arrastrar, víctima inocente! Tú tenías como ninguno la risa alegre, la gracia genuina que a todos impregna y hace desarrugar el ceño más plegado; la sal de España se había concentrado en ti, apurada y avivada a lo largo de lentísimas eras; pero de vez en cuando te salían esos aullidos animales, terror oscuro que venía ¿de dónde?, ramalazos de un difuso presentimiento. Patente está por todas partes en las imágenes oníricas de tu obra; pero sólo a veces atravesaba como un relámpago las risas de tu amistad, las facecias de tu genial juglaría. ¡Aquel pavor tuyo de la barca...!
Eso era por los mediados de diciembre de 1927. El viaje a Sevilla había surgido de una invitación del Ateneo de esa ciudad. Y todo, en realidad, se debía al cariño (y sospecho que también a la esplendidez) de Ignacio Sánchez Mejías. Nos habían aposentado en las mejores habitaciones de un hotel que nos pareció regio. Cuando se terminó, digamos, nuestra contrata, decidimos prolongar algunos días más nuestra estancia en Sevilla, y fue cuando ajustamos cuentas y vimos que en aquel hotel eran sólo las alturas lo que les iba bien a nuestros menguados fondos. (¿No acababa yo de hablar en el Ateneo sobre La altitud poética de la literatura española?). Abandonamos, pues, las suntuosidades del principal y nos instalamos ascéticamente en la buhardilla. Nosotros mismos nos subimos nuestros bártulos (ya no éramos huéspedes importantes). Subía Federico con sus trastos, muy solemnemente, como en una ascensión ritual, y cada pocos escalones se detenía para gritar, con voz muy fuerte, dolorida, lúgubre: «¡Así cayó Nínive! ¡Así cayó Babilonia!».
Los días anteriores habíamos dado nuestras sesiones poéticas —conferencias, lecturas de versos— ante reducido público. Tenían lugar ya bien anochecido. Después nos sumergíamos profundamente (hasta el amanecer) en el brujerío de la noche sevillana. Dormíamos desde la salida del sol hasta el crepúsculo vespertino. Sólo en viajes posteriores he visto la Giralda a la luz del día.
Recuerdo esos trazos, que el tiempo ya quiere borrar de mi memoria, porque mi idea de la generación a que (como segundón) pertenezco , va unida a esa excursión sevillana. Los que hicimos el viaje fuimos Guillén, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Federico, Bergamín, Chabás y yo. Es evidente que si tomamos los cinco primeros nombres (el de Bergamín, como prosista muy cercano al grupo) y añadimos el de Salinas, que no sé por qué causa no fue con nosotros, y el de Cernuda, muy joven entonces, que figuró entre el auditorio (pero de quien también se leyeron poemas en aquellas veladas) , y el de Aleixandre, que no había publicado aún su primer libro, tenemos completo el grupo nuclear, las figuras más importantes de la generación poética anterior a nuestra guerra. (No: hay que mencionar aún el del benjamín, Manolito Altolaguirre, casi un niño, que allá, en Málaga, fundaba ese mismo año la revista Litoral, y el de su compañero Emilio Prados.) Toda generación tiene límites difuminados y brotes epigónicos y reflorescencias. La nómina principal de la mía está en los poetas mencionados. De los cuales, la mayoría en activo por entonces, fue a aquella excursión sevillana: la generación hacía así su primero y más concreto acto público.” (Dámaso Alonso)
¿Verdad que bien merecido está el homenaje de Sevilla a los poetas de la generación del 27? Adecuado regalo el de las bellas formas de la lectora de mórbidas tentaciones, sobre la fuente de aguas claras como la poesía que practicaban aquellos escritores. ¡Se habrán inspirado en hermosas muchachas españolas de ese talante muchos de los autores de esa época! Honrar la memoria de los poetas, de eso se trata.
domingo, 5 de mayo de 2013
Cuadernos de España: La historia de Manuel Ramírez, el albañil que vino de Galaroza
Manuel del Corazón de Jesús Ramírez nació en el pueblo de Galaroza, provincia de Huelva, Andalucía, España, en algún momento entre 1878 y 1882. Por tradición familiar, es decir la herencia de sus relatos vivaces y nostálgicos, nos enteramos que siendo ya un mozo grande emigró hacia La Línea de la Concepción, esa población fronteriza con las posesiones británicas del Peñón de Gibraltar, para trabajar en la albañilería, en obras que se realizaban adentro mismo de la base militar extranjera.
De esa época recordaba algunas manifestaciones de la prepotencia imperial inglesa, como cuando un ingeniero de esa nacionalidad planteaba la hipótesis de tender un formidable puente que cruzara el Mediterráneo y ante los argumentos de un constructor español –“que no se puede, porque el mar es muy profundo”- metió una mano en una bolsa y sacando un puñado de libras esterlinas de oro explicaba: “se puede si ponemos un pilar aquí y (con otro puñado de oro) ponemos otro más allá…”; a lo que el hispánico le contestó “bueno señor, así se puede…”
Por ese tiempo Manuel Ramírez conoció a una muchacha llamada Catalina Muñoz, nacida en Estepona, un poblado marítimo cercano a La Línea, se enamoraron y se casaron.
El futuro no se presentaba halagüeño ni seguro para el joven matrimonio. No se sabe si por sugerencia de algún familiar o amigo de Galaroza, o tal vez de algún compañero de tareas en el Peñón, lo cierto es que Manuel decidió partir hacia la búsqueda de un destino mejor en la Argentina. Según los registros del Centro de Estudios Migratorios Latino Americanos (CEMLA) tomados del Hotel de Inmigrantes de la ciudad de Buenos Aires, Manuel habría llegado al puerto argentino el 1 de febrero de 1908, en el vapor Algerie, procedente de Gibraltar; en tanto que su esposa Catalina y el pequeño hijo de la pareja, Manolo, de pocos meses de vida, parecen haber arribado en el mismo barco el 1 de agosto de ese año. (Estos datos son potenciales, porque si bien los nombres aparecen claramente registrados, tanto en el caso de Manuel como de Catalina las edades apuntadas en la base de datos no corresponden con la realidad, lo que puede adjudicarse a errores del momento en que se asentaban los ingresos).
Una vez en Buenos Aires el joven Manuel Ramírez habría de conseguir trabajo en su profesión de albañil (o alarife) y tras los primeros años de mucho sacrificio puso su pequeña empresa de construcciones y compró una casa con salón comercial sobre la calle Baunes al 1.100, entre las de Andonaegui y Campillo, en el barrio de Agronomía (cerca de la facultad de Agronomía y Veterinaria, de la Universidad de Buenos Aires) en una zona de la ciudad donde en las primeras décadas del siglo 20 todavía el crecimiento urbano era lento. En el salón comercial se instaló una despensa (tienda de artículos de alimentación) con el nombre de “Modelo”.
La familia de Manuel y Catalina se agrandó en tierras argentinas, en 1909 nació María (ese era su único nombre, se la llamaba familiarmente Mariquita) y en 1916 llegó María de los Angeles (conocida como Angelita, en el núcleo familiar).
Los años fueron pasando, Mariquita (que estudió corte y confección) se casó con Gervasio Victoriano Tomás Espinosa, maestro de escuela primaria y profesor de Castellano y Literatura, en noviembre de 1930. Por su parte Manolo, aquel niño que había llegado de España, y que seguía los pasos de su padre en el oficio de albañil y constructor, se casó con Celia (su apellido no lo tiene registrado este cronista).
Para septiembre de 1931, Mariquita y Gervasio tuvieron su primer hijo, Pedro Gervasio Felipe, o sea el primer nieto de Manuel y Catalina.
Aquellos habrán sido tiempos de bienestar para Manuel, el albañil cachonero (gentilicio de los nacidos en Galaroza) inmigrante en Buenos Aires. Seguramente muy orgulloso de la familia que había logrado construir los hizo arreglarse a todos (esposa, hijos, yerno, nuera y nieto) y marchó hacia una coqueta casa de fotografías en el centro del barrio de Villa Urquiza , de esas con galería o estudio para los retratos de familia, y se hizo tomar la clásica foto de familia. Aparecen de pie, de izquierda a derecha, Angelita (todavía soltera), Gervasio y Mariquita; Celia y Manolo; sentados: doña Catalina y don Manuel, entre ambos, parado sobre un taburete, el pequeñín Pedro (“Pojo” o “Piojo” le decían). La imagen debe hacer sido realizada entre septiembre de 1932 y enero de 1933 (Pedro había nacido el 13 de septiembre de 1931 y para entonces tiene no mucho más de un año y meses de vida).
De la maravillosa toma se hicieron varias copias, en principio una para cada hijo; pero hubo una copia que cruzó el Atlántico, en el camino inverso al que habían Manuel, Catalina y Manolo en 1908. En algún momento, muy probablemente antes de los desgarradores y tumultuosos años de la Guerra Civil, esa copia llegó al pueblo de Almonaster la Real, muy cercano a Galaroza, donde vivían María de los Angeles Ramírez Olivera (hermana de Manuel) y sus hijas Felicitas Trujillo Ramírez y María de los Angeles Trujillo Ramírez, nacidas en 1913 y 1916, primas de Manolo, Mariquita y Angelita.
Esa foto se conservó con mucho cuidado y fue, durante más de 75 años, motivo de evocación e incógnita. La hermana de Manuel del Corazón de Jesús, primero, y sus hijas (sobrinas del albañil emigrante, claro) muchísimas veces se asomaron al retrato y observando con curiosidad y atención los rasgos de los parientes se preguntaron, tantas veces, ¿qué habrá sido de los parientes de la Argentina? La misma inquietud fue heredada por María de los Ángeles Díaz Trujillo (hija de Felicitas, sobrina de Manuel), también llamada Angelita en el seno familiar, que muchas veces les mostró la misma foto a sus hijos Manuel Jesús Valle Díaz, Felicitas Valle Díaz y Cipriano Valle Díaz (de su matrimonio con el fabricante de sillas sevillanas Manuel Valle Muñiz, con quien se radicó en Galaroza hace más de 40 años.
La foto tomada en el barrio de Villa Urquiza que alguna vez cruzó el mar hacia Almonaster la Real recaló finalmente en la casa de la calle Avenida de los Carpinteros 60, de Galaroza, provincia de Huelva, España. La imagen, nítida y testimonial, aguardó allí hasta abril de 2013. Esperaba un reencuentro con la historia familiar.
La familia de Manuel y Catalina, en Buenos Aires, siguió creciendo, por los matrimonios de sus hijos y la llegada de más nietos. Mariquita y Gervasio tuvieron tres hijos más: Catalina (como la abuela) nacida en 1935 y fallecida tempranamente en 1946; Gervasio (como el padre) nacido en 1942 y Carlos, nacido en 1950. El matrimonio de Manolo y Celia se radicó en el pueblo de Villaguay, en la provincia argentina de Entre Ríos, y allá tuvieron sus tres hijos: Manuel (como el abuelo y el padre, conocido como Lolo, fallecido joven en 1966); Margarita y Criselma.
Angelita (María de los Angeles Ramírez) se casó con el joven cartero Julio Gaspar Verheust y tuvo dos hijas: María (1944-2003) y Susana, nacida en 1951.
Doña Catalina murió joven, con no más de 60 años, en 1939; su esposo Manuel (el albañil de Galaroza) le sobrevivió hasta 1954, viviendo con su hija Mariquita y su familia, ya retirado de toda actividad una vez que un traspié financiero lo obligó a cerrar la despensa y vender la casa de la calle Bauness.
Sus condiciones de albañil no las perdió nunca y siempre estuvo dispuesto a levantar alguna pared o hacer un arreglo en las casas de sus hijas. También aplicaba su talento y ocupaba sus horas libres en la confección de sillas de cemento, representando ramas de árboles. Pero además desarrolló una intensa actividad como carpintero doméstico, que tuvo una de sus máximas expresiones en el enorme mueble biblioteca realizado para su yerno Gervasio (el maestro y profesor de lenguas, gran coleccionista de libros); así como en la talla artesanal de empuñaduras de bastón con la forma de cabecitas humanas.
No era muy locuaz don Manuel Ramírez, hablaba lo justo y necesario, pero cada tanto recordaba aspectos de su Galaroza natal: los peros (una variedad de manzanas), las bestias de corral que en cada casa se cuidaban con celo, la fuente de los 12 caños en el centro del pueblo y… el gazpacho. De las pocas pertenencias que había traído desde España se conservó en la familia una cuchara de madera, especialmente tallada para tomar gazpacho precisamente, con la inicial “R” de su apellido, claramente grabada.
Como ya se h dicho Manuel Ramírez murió en 1954, y su recuerdo quedó en sus hijos, y de alguna manera en sus nietos.
El paso del tiempo se fue llevando a esos vástagos de Manuel y Catalina. María (Mariquita), Manuel (Manolo) y María de los Angeles (Angelita) se fueron de este suelo terrenal entre 1981 y 1998.
Las urgencias de la vida, el derrotero de sus familias y sus propios hijos, las duras alternativas de la subsistencia en la Argentina entre 1976 y 1983, con sucesivas crisis posteriores, hicieron que los nietos de aquel Manuel, albañil de Galaroza, desatendieran su memoria.
En 1985 el primer nieto del matrimonio de inmigrantes andaluces, aquel Pedro de la foto de 1932, estuvo por pocas horas en Sevilla y no tuvo suerte cuando consultó en la oficina de informes turísticos acerca de cómo llegar a Galaroza: le dijeron que no tenía bus hasta un par de días más tarde y tuvo que descartar una incursión al pueblo del abuelo.
Pasaron 28 años y otro nieto de Manuel y Catalina, también hijo de Mariquita y Gervasio, pudo llegar a Galaroza.
En este punto quiero poner el relato en primera persona. Yo soy Carlos Espinosa, el menor de los hijos de Mariquita y Gervasio, también el más chico de los nietos de Manuel Ramírez, el albañil cachonero que se vino a la Argentina. Nací en 1950 y mi abuelo murió en 1954, así que mis recuerdos de su presencia en casa son escasos. Lo tengo presente sentado en la vereda de la casa de la calle Olazábal al 4.400 (en el barrio de Villa Urquiza, de la ciudad de Buenos Aires) a unas 20 cuadras de aquella casa y despensa de la calle Bauness. Sacaba a la vereda una silla de madera con asiento de paja (o asiento de enea, como lo llaman en Galaroza y Sevilla) y pasaba allí largas horas, observando el movimiento del tránsito. Algunas veces mi madre me ponía a su cuidado, mientras yo jugaba en la misma vereda con algún caballito o carrito de madera, o si estaba en el largo patio haciendo travesuras. Pero, según recuerdo, no ponía mucho esmero en esa vigilancia y me parece, 58 años más tarde, escuchar a mamá regañando al abuelo porque yo, en un descuido suyo, me había empapado de la cabeza a los pies en la canilla del jardín.
Después de la muerte del abuelo algunos ecos de sus recuerdos andaluces se colaban en las conversaciones familiares de mi madre Mariquita y mi tía Angelita. El nombre del pueblo, Galaroza, sonaba lejano y prometedor.
Hace pocas semanas, en los primeros días de abril de este año 2013, estuve en Galaroza. En aquella oportunidad escribí lo siguiente, a la manera de una crónica urgente.
“Mis recuerdos de infancia tienen color y sonidos españoles. Mi madre, María Ramírez, hija de Manuel Ramírez, inmigrante andaluz llegado a Buenos Aires por 1908, recordaba dichos y algunos cantos populares de la tierra de sus padres; pero también las presencias de mi abuelo Manuel y de mi tío abuelo Nicomedes (hermano de Manuel) aportaban contenidos hispánicos, que se reforzaban en el ámbito familiar cuando venían de visita mi tía Angelita (hermana de mi madre, claro) o doña Antoñita, que era española y la madrina de mamá. Algunos platos de comida, como las torrejas y las natillas ; la devoción por figuras del canto popular como Marcelino Pan y Vino (Pablo Calvo), Joselito, Sarita Montiel, o la argentina Lolita Torres; y el interés permanente por las pocas noticias que por entonces llegaban de España a Buenos Aires, eran las frecuentes manifestaciones de lo hispánico en mi casa de la niñez.
Poco trato tuve con mi abuelo Manuel, que murió cuando yo tenía 4 años, pero el recuerdo familiar quedó ligado al poético nombre de su pueblo natal: Galaroza, en la provincia de Huelva.
En este año 2013, al armar el recorrido del viaje que estoy realizando por tierras españolas junto a mi mujer Dalia, descubrí que llegar a Galaroza no era imposible, por la tan corta distancia entre ese pueblo y la ciudad de Sevilla.
Fue así que el martes 9 de abril, a las 9 de la mañana, en un bus de la empresa Damas, salimos desde la terminal de Plaza de Armas de Sevilla rumbo a Galaroza. El cielo amenazaba con lluvias y el aire estaba fresco. Durante el viaje, entre colinas de verde abundante, el conductor y los pasajeros de los primeros asientos (un matrimonio y dos señores solos) matizaban comentarios sobre las lluvias, los controles sorpresivos de la policía por los excesos de velocidad y los negocios raros del esposo de la Infanta Real.
Yo sacaba fotos, admiraba los detalles de pequeños pueblos que iban pasando por el parabrisas, y me preguntaba –con cierta dosis de incertidumbre- si la excursión a las fuentes de la historia de mi abuelo Manuel tendría resultado favorable.
Con puntualidad llegamos a las 11 a una pequeña placita de Galaroza, pueblo de casas blancas y paredes compactas, con calles de pavimento y empedrado que suben y bajan de acuerdo con los caprichos de la topografía lugareña. Hacía frío.
Mientras Dalia comenzaba a registrar imágenes mi primera ocurrencia fue la de dirigirme a la Casa Parroquial, para consultar eventuales archivos de nacimientos, con la vaga idea de que mi abuelo habría nacido un 25 de diciembre (la fecha la tengo segura) allá por 1880 y pico…
Llegamos a la Parroquia, estrecha pero prolija, y no pudimos dar con el cura. Cruzando una placita (con la curiosa escultura que rinde homenaje a la Fiesta de los Jarritos) entramos en el Bar Andaluz. “No, aquí no doy de comer en días de semana, porque no tengo personal para esa finalidad…” contestó el hombre, ante mi consulta sobre un eventual almuerzo, un rato más tarde.
Después, ya roto el hielo inicial, le disparé la pregunta clave: “¿sabe usted si hay aquí alguna familia de apellido Ramírez?”. El mesonero puso su mejor cara de conocedor de temas sociales “cachoneros” (gentilicio de los nativos de Galaroza) y aseguró que “pues no, de ese apellido no conozco a nadie…” No satisfecho con la respuesta obtenida de su propia memoria tomó el teléfono móvil y llamó a “un gran amigo, el secretario del Juzgado de aquí” y repitió el interrogante. En este caso su semblante cambió y tuvo que admitir que “ah, bueno, claro que sí… los sapos son de apellido Ramírez…” y enseguida tuvo que explicarme que “hay una familia a la que todos conocemos como los sapos, son Villa Ramírez y puede encontrar alguno en la calle que sale por atrás de la fuente, subiendo…”
El punto siguiente de la excursión fue la admiración y documentación gráfica en torno a la fuente de los 12 caños, con su bullicio hídrico y correntoso.
Trepamos la cuesta, llegamos a una bien cuidada casita cuyo cartel de número reza “Familia Villa Ramírez”, y aunque el garaje estaba abierto, y sobre el portal descansaba un lampazo de piso con escurridor y todo, no había nadie por allí.
Decidimos dar una vuelta, para esperar el regreso de los habitantes. Al fondo de la calle que desemboca en la capilla divisamos una construcción de sólido frente de ladrillos y magnífico balcón cerrado, de esos que tanto nos gusta fotografiar. Allá fuimos.
Un poco más adelante, por la calle Gumersindo Márquez, el cartel en el frente de un local comercial nos propuso sabores apetitosos: “fábrica de jamones y embutidos”. Nos asomamos al interior, y el aspecto de turistas que andábamos ofreciendo (cámara en mano y mochila al hombro) fue el disparador para la gentil invitación de una afable señora que aparecía por detrás del mostrador. “Pasen y sírvanse una tapita de embutido casero…!” No nos resistimos, claro… en tanto la simpática tendera agregaba que “no puede irse sin probar nuestros sabores más tradicionales” y mientras ella y otra que apareció enseguida atendían a una clienta yo ensayé una explicación para mi gula: “no puedo dejar de probar los sabores del pueblo desde donde partió mi abuelo para Argentina”.
Este comentario abrió la charla, rica, espontánea, llena de información. En pocos minutos, al tanto que paladeábamos unas finas lonjas de embutido, nos pudimos enterar que en la Galaroza actual subsiste una familia de origen en los Ramírez, una las de los llamados “sapos” (“en todo pueblo hay apodos…”) ; pero también fuimos advertidos que “hay una señora que viene de los Ramírez, que es la esposa del dueño de la fábrica de sillas”. Y una de las clientas (porque para ese momento ya había una especie de asamblea a nuestro alrededor) sugirió que una tal María de Valdevarco, viuda de Ramírez, bien podía ser nuestra mejor informante.
Con estas pistas volvimos hasta el punto inicial: la pequeña plaza de pérgola en donde habíamos descendido del bus. Un portón cerrado nos hizo temer lo peor, que la hora del mediodía (ya eran las 12 y 20) impusiera la obligada pausa pueblerina y perdiésemos mucho tiempo, teniendo en cuenta que el único micro de la tarde de regreso a Sevilla pasaría un poco después de las 16,30.
Toqué un timbre y por el balcón me atendió una vecina cachonera. Pregunté por la María de Valdevarco, si vive por allí. “Está de viaje y no vuelve hasta la semana que viene…” explicó la mujer. “¿Y la fábrica de sillas?”quise saber, casi desalentado por la noticia. “Es ese portón de al lado, hágalo correr y pase nomás”, aportó la dama del balcón.
Un espeso portón corredizo cedió con facilidad y adentro el escenario se presentó cubierto de sillas de alto respaldo de madera y asiento de paja tejida. Un operario emergió de atrás de la pila de sillas. Explicó que no es el dueño… pero enseguida apareció un muchacho de nariz afilada y gesto atento. “Yo soy el dueño ¿en qué lo puedo servir?”.
Urgido por la necesidad de establecer un contacto que rápidamente me permitiese saber si estaba en la pista segura, ansioso por la hora, fui muy concreto al presentarme más o menos así: “Quiero saber si usted es de apellido Ramírez, porque vengo de Argentina buscando familiares de mi abuelo Manuel Ramírez que se fue de aquí hace más de 100 años”.
El muchacho sonrió y estrechándome la mano anunció “vamos a hablar con mi madre, porque puede ser que resultemos parientes… vamos arriba a la casa, porque ella tiene una foto…”
Mientras subíamos las escaleras pensaba que podría encontrarme con algún rastro quizás confuso y una foto borrosa, de esas que casi no permiten reconocer rostros. “Ven, mamá, que acá hay una gente de Argentina que puede ser pariente tuya… ¿dónde tienes esa foto que tantas veces me has mostrado?”.
La madre del muchacho, que salió de su cocina con el delantal, me miró un par de segundos, y enseguida buscó en un estante de su cristalero del salón de recibir.
“Acá está la foto…. ¿usted reconoce a alguien?” me dijo mientras me extendía un cuadrito de cartón con la foto en sepia… , donde al instante ubiqué a mi abuelo Manuel, mi abuela Catalina, mi madre María, mi padre Gervasio, mi tía Angelita, mi tío Manuel y mi tía Celia; y un pequeño subido al apoyabrazos: ¡mi hermano Pedro! Aquella típica foto familiar para mandar a los parientes del otro lado del mar….
Cuando hice la presentación de todos los personajes de la foto… la mujer me dio un abrazo fuerte y sentenció “Somos parientes, válgame Dios, tantos años esperando este momento y tantas veces que mi pobrecita madre, que en Paz descanse, mirando la foto se preguntaba que habría sido de su tío Manuel…”
La charla se prolongó durante casi 4 horas, matizada con tapas, cerveza, un arrocito con setas, naranjas y café…. Tiempo esencial para enterarnos que esta simpática y afectuosa mujer se llama María de los Angeles Díaz Trujillo, de 72 años, hija de Felicitas Trujillo Ramírez, nacida en 1913, y nieta de María de los Angeles Ramírez Olivera (sin fecha conocida de natalicio), hermana de mi abuelo Manuel. Es decir que nuestros abuelos maternos (varón el mío y mujer el de ella) fueron hermanos; que nuestras madres eran primas hermanas y nosotros somos primos segundos.
María de los Angeles nos contó que no conoció a su abuela Ramírez, pero su madre atesoraba el cuadro (llegado a España en algún momento de la década del ’30) y lo miraba cada tanto y suspiraba y se preguntaba por el destino de aquel tío que tampoco había conocido pero le inspiraba curiosidad por la lejanía y la imaginación de sus vidas.
Felicitas (la madre de María de los Angeles) tuvo una hermana: Angelita Trujillo Ramírez, nacida en 1916. Felicitas se casó con Cipriano Díaz Sanchez y tuvo dos hijos: María de los Angeles Díaz Trujillo (nuestra anfitriona) y Manuel Diaz Trujillo, de 67 años, que vive en Barcelona.
María de los Angeles nació en Almonaster la Real, a 12 kilómetros de Galaroza, donde se refugió su madre con las dos hijas tras la muerte de su marido. Pero desde hace 50 años vive en Galaroza, donde murió su madre, y se casó con Manuel Valle Muñiz, tercera generación de fabricantes de sillas valencianas. Tuvieron tres hijos: Manuel Jesús (al frente del taller); Felicitas (trabajaba en el taller, pero ahora “de paro” por las pocas ventas); y Cipriano, técnico informático que vive en Sevilla.
María de los Angeles, mi prima andaluza, es una mujer jovial, charlatana, amable… fue un gusto encontrarla.
Todavía, más de 10 horas después, me dura la emoción de haber encontrado esa foto de mi familia, con mis abuelos Ramírez y Muñoz, mis padres tan jóvenes, mis tíos y mi hermano mayor, acá en el seno de una familia andaluza, en aquel pueblo de bello nombre que por primera vez escuché cuando era niño.”
Aquella foto, la que mandó tomar mi abuelo Manuel Ramírez en Buenos Aires más o menos para 1933, la que había esperado más de 75 años el momento del encuentro, había cumplido su misión, actuando como ADN gráfico para la identificación del parentesco.
Una semana después de la breve pero tan emotiva visita a Galaroza, ya en Barcelona (punto final de nuestro recorrido por España) pude conocer a Manuel Díaz rujillo, otro primo, hermano de Angelita. Con su esposa Emilia y su nieto Francisco fueron a nuestro encuentro en el centro de Barcelona (viven en Vic a unos 60 kilómetros) y compartimos una agradable charla y café en la confitería de la esquina de La Pedrera, sobre el Paseo de Gracia.
Más recientemente, al tomar contacto con la página de facebook “Cachoneros.. ¿y tú de quien eres?” me encontré con otro primo: Juan Manuel Pablos Domínguez, nieto de María de los Angeles Trujillo Ramírez (sobrina de mi abuelo), hijo de Angeles Domínguez (prima de mi madre Mariquita). Este primo Manolo es historiador de Galaroza, así que estoy de parabienes recibiendo sus notas con abundante información.
Creo que todavía me falta terminar de componer el árbol familiar cachonero. Pero estoy muy feliz con tanto descubrimiento y afecto. Me he prometido volver a Galaroza lo antes posible. Tengo 62 años y no hay mucho tiempo que perder.
De esa época recordaba algunas manifestaciones de la prepotencia imperial inglesa, como cuando un ingeniero de esa nacionalidad planteaba la hipótesis de tender un formidable puente que cruzara el Mediterráneo y ante los argumentos de un constructor español –“que no se puede, porque el mar es muy profundo”- metió una mano en una bolsa y sacando un puñado de libras esterlinas de oro explicaba: “se puede si ponemos un pilar aquí y (con otro puñado de oro) ponemos otro más allá…”; a lo que el hispánico le contestó “bueno señor, así se puede…”
Por ese tiempo Manuel Ramírez conoció a una muchacha llamada Catalina Muñoz, nacida en Estepona, un poblado marítimo cercano a La Línea, se enamoraron y se casaron.
El futuro no se presentaba halagüeño ni seguro para el joven matrimonio. No se sabe si por sugerencia de algún familiar o amigo de Galaroza, o tal vez de algún compañero de tareas en el Peñón, lo cierto es que Manuel decidió partir hacia la búsqueda de un destino mejor en la Argentina. Según los registros del Centro de Estudios Migratorios Latino Americanos (CEMLA) tomados del Hotel de Inmigrantes de la ciudad de Buenos Aires, Manuel habría llegado al puerto argentino el 1 de febrero de 1908, en el vapor Algerie, procedente de Gibraltar; en tanto que su esposa Catalina y el pequeño hijo de la pareja, Manolo, de pocos meses de vida, parecen haber arribado en el mismo barco el 1 de agosto de ese año. (Estos datos son potenciales, porque si bien los nombres aparecen claramente registrados, tanto en el caso de Manuel como de Catalina las edades apuntadas en la base de datos no corresponden con la realidad, lo que puede adjudicarse a errores del momento en que se asentaban los ingresos).
Una vez en Buenos Aires el joven Manuel Ramírez habría de conseguir trabajo en su profesión de albañil (o alarife) y tras los primeros años de mucho sacrificio puso su pequeña empresa de construcciones y compró una casa con salón comercial sobre la calle Baunes al 1.100, entre las de Andonaegui y Campillo, en el barrio de Agronomía (cerca de la facultad de Agronomía y Veterinaria, de la Universidad de Buenos Aires) en una zona de la ciudad donde en las primeras décadas del siglo 20 todavía el crecimiento urbano era lento. En el salón comercial se instaló una despensa (tienda de artículos de alimentación) con el nombre de “Modelo”.
La familia de Manuel y Catalina se agrandó en tierras argentinas, en 1909 nació María (ese era su único nombre, se la llamaba familiarmente Mariquita) y en 1916 llegó María de los Angeles (conocida como Angelita, en el núcleo familiar).
Los años fueron pasando, Mariquita (que estudió corte y confección) se casó con Gervasio Victoriano Tomás Espinosa, maestro de escuela primaria y profesor de Castellano y Literatura, en noviembre de 1930. Por su parte Manolo, aquel niño que había llegado de España, y que seguía los pasos de su padre en el oficio de albañil y constructor, se casó con Celia (su apellido no lo tiene registrado este cronista).
Para septiembre de 1931, Mariquita y Gervasio tuvieron su primer hijo, Pedro Gervasio Felipe, o sea el primer nieto de Manuel y Catalina.
Aquellos habrán sido tiempos de bienestar para Manuel, el albañil cachonero (gentilicio de los nacidos en Galaroza) inmigrante en Buenos Aires. Seguramente muy orgulloso de la familia que había logrado construir los hizo arreglarse a todos (esposa, hijos, yerno, nuera y nieto) y marchó hacia una coqueta casa de fotografías en el centro del barrio de Villa Urquiza , de esas con galería o estudio para los retratos de familia, y se hizo tomar la clásica foto de familia. Aparecen de pie, de izquierda a derecha, Angelita (todavía soltera), Gervasio y Mariquita; Celia y Manolo; sentados: doña Catalina y don Manuel, entre ambos, parado sobre un taburete, el pequeñín Pedro (“Pojo” o “Piojo” le decían). La imagen debe hacer sido realizada entre septiembre de 1932 y enero de 1933 (Pedro había nacido el 13 de septiembre de 1931 y para entonces tiene no mucho más de un año y meses de vida).
De la maravillosa toma se hicieron varias copias, en principio una para cada hijo; pero hubo una copia que cruzó el Atlántico, en el camino inverso al que habían Manuel, Catalina y Manolo en 1908. En algún momento, muy probablemente antes de los desgarradores y tumultuosos años de la Guerra Civil, esa copia llegó al pueblo de Almonaster la Real, muy cercano a Galaroza, donde vivían María de los Angeles Ramírez Olivera (hermana de Manuel) y sus hijas Felicitas Trujillo Ramírez y María de los Angeles Trujillo Ramírez, nacidas en 1913 y 1916, primas de Manolo, Mariquita y Angelita.
Esa foto se conservó con mucho cuidado y fue, durante más de 75 años, motivo de evocación e incógnita. La hermana de Manuel del Corazón de Jesús, primero, y sus hijas (sobrinas del albañil emigrante, claro) muchísimas veces se asomaron al retrato y observando con curiosidad y atención los rasgos de los parientes se preguntaron, tantas veces, ¿qué habrá sido de los parientes de la Argentina? La misma inquietud fue heredada por María de los Ángeles Díaz Trujillo (hija de Felicitas, sobrina de Manuel), también llamada Angelita en el seno familiar, que muchas veces les mostró la misma foto a sus hijos Manuel Jesús Valle Díaz, Felicitas Valle Díaz y Cipriano Valle Díaz (de su matrimonio con el fabricante de sillas sevillanas Manuel Valle Muñiz, con quien se radicó en Galaroza hace más de 40 años.
La foto tomada en el barrio de Villa Urquiza que alguna vez cruzó el mar hacia Almonaster la Real recaló finalmente en la casa de la calle Avenida de los Carpinteros 60, de Galaroza, provincia de Huelva, España. La imagen, nítida y testimonial, aguardó allí hasta abril de 2013. Esperaba un reencuentro con la historia familiar.
La familia de Manuel y Catalina, en Buenos Aires, siguió creciendo, por los matrimonios de sus hijos y la llegada de más nietos. Mariquita y Gervasio tuvieron tres hijos más: Catalina (como la abuela) nacida en 1935 y fallecida tempranamente en 1946; Gervasio (como el padre) nacido en 1942 y Carlos, nacido en 1950. El matrimonio de Manolo y Celia se radicó en el pueblo de Villaguay, en la provincia argentina de Entre Ríos, y allá tuvieron sus tres hijos: Manuel (como el abuelo y el padre, conocido como Lolo, fallecido joven en 1966); Margarita y Criselma.
Angelita (María de los Angeles Ramírez) se casó con el joven cartero Julio Gaspar Verheust y tuvo dos hijas: María (1944-2003) y Susana, nacida en 1951.
Doña Catalina murió joven, con no más de 60 años, en 1939; su esposo Manuel (el albañil de Galaroza) le sobrevivió hasta 1954, viviendo con su hija Mariquita y su familia, ya retirado de toda actividad una vez que un traspié financiero lo obligó a cerrar la despensa y vender la casa de la calle Bauness.
Sus condiciones de albañil no las perdió nunca y siempre estuvo dispuesto a levantar alguna pared o hacer un arreglo en las casas de sus hijas. También aplicaba su talento y ocupaba sus horas libres en la confección de sillas de cemento, representando ramas de árboles. Pero además desarrolló una intensa actividad como carpintero doméstico, que tuvo una de sus máximas expresiones en el enorme mueble biblioteca realizado para su yerno Gervasio (el maestro y profesor de lenguas, gran coleccionista de libros); así como en la talla artesanal de empuñaduras de bastón con la forma de cabecitas humanas.
No era muy locuaz don Manuel Ramírez, hablaba lo justo y necesario, pero cada tanto recordaba aspectos de su Galaroza natal: los peros (una variedad de manzanas), las bestias de corral que en cada casa se cuidaban con celo, la fuente de los 12 caños en el centro del pueblo y… el gazpacho. De las pocas pertenencias que había traído desde España se conservó en la familia una cuchara de madera, especialmente tallada para tomar gazpacho precisamente, con la inicial “R” de su apellido, claramente grabada.
Como ya se h dicho Manuel Ramírez murió en 1954, y su recuerdo quedó en sus hijos, y de alguna manera en sus nietos.
El paso del tiempo se fue llevando a esos vástagos de Manuel y Catalina. María (Mariquita), Manuel (Manolo) y María de los Angeles (Angelita) se fueron de este suelo terrenal entre 1981 y 1998.
Las urgencias de la vida, el derrotero de sus familias y sus propios hijos, las duras alternativas de la subsistencia en la Argentina entre 1976 y 1983, con sucesivas crisis posteriores, hicieron que los nietos de aquel Manuel, albañil de Galaroza, desatendieran su memoria.
En 1985 el primer nieto del matrimonio de inmigrantes andaluces, aquel Pedro de la foto de 1932, estuvo por pocas horas en Sevilla y no tuvo suerte cuando consultó en la oficina de informes turísticos acerca de cómo llegar a Galaroza: le dijeron que no tenía bus hasta un par de días más tarde y tuvo que descartar una incursión al pueblo del abuelo.
Pasaron 28 años y otro nieto de Manuel y Catalina, también hijo de Mariquita y Gervasio, pudo llegar a Galaroza.
En este punto quiero poner el relato en primera persona. Yo soy Carlos Espinosa, el menor de los hijos de Mariquita y Gervasio, también el más chico de los nietos de Manuel Ramírez, el albañil cachonero que se vino a la Argentina. Nací en 1950 y mi abuelo murió en 1954, así que mis recuerdos de su presencia en casa son escasos. Lo tengo presente sentado en la vereda de la casa de la calle Olazábal al 4.400 (en el barrio de Villa Urquiza, de la ciudad de Buenos Aires) a unas 20 cuadras de aquella casa y despensa de la calle Bauness. Sacaba a la vereda una silla de madera con asiento de paja (o asiento de enea, como lo llaman en Galaroza y Sevilla) y pasaba allí largas horas, observando el movimiento del tránsito. Algunas veces mi madre me ponía a su cuidado, mientras yo jugaba en la misma vereda con algún caballito o carrito de madera, o si estaba en el largo patio haciendo travesuras. Pero, según recuerdo, no ponía mucho esmero en esa vigilancia y me parece, 58 años más tarde, escuchar a mamá regañando al abuelo porque yo, en un descuido suyo, me había empapado de la cabeza a los pies en la canilla del jardín.
Después de la muerte del abuelo algunos ecos de sus recuerdos andaluces se colaban en las conversaciones familiares de mi madre Mariquita y mi tía Angelita. El nombre del pueblo, Galaroza, sonaba lejano y prometedor.
Hace pocas semanas, en los primeros días de abril de este año 2013, estuve en Galaroza. En aquella oportunidad escribí lo siguiente, a la manera de una crónica urgente.
“Mis recuerdos de infancia tienen color y sonidos españoles. Mi madre, María Ramírez, hija de Manuel Ramírez, inmigrante andaluz llegado a Buenos Aires por 1908, recordaba dichos y algunos cantos populares de la tierra de sus padres; pero también las presencias de mi abuelo Manuel y de mi tío abuelo Nicomedes (hermano de Manuel) aportaban contenidos hispánicos, que se reforzaban en el ámbito familiar cuando venían de visita mi tía Angelita (hermana de mi madre, claro) o doña Antoñita, que era española y la madrina de mamá. Algunos platos de comida, como las torrejas y las natillas ; la devoción por figuras del canto popular como Marcelino Pan y Vino (Pablo Calvo), Joselito, Sarita Montiel, o la argentina Lolita Torres; y el interés permanente por las pocas noticias que por entonces llegaban de España a Buenos Aires, eran las frecuentes manifestaciones de lo hispánico en mi casa de la niñez.
Poco trato tuve con mi abuelo Manuel, que murió cuando yo tenía 4 años, pero el recuerdo familiar quedó ligado al poético nombre de su pueblo natal: Galaroza, en la provincia de Huelva.
En este año 2013, al armar el recorrido del viaje que estoy realizando por tierras españolas junto a mi mujer Dalia, descubrí que llegar a Galaroza no era imposible, por la tan corta distancia entre ese pueblo y la ciudad de Sevilla.
Fue así que el martes 9 de abril, a las 9 de la mañana, en un bus de la empresa Damas, salimos desde la terminal de Plaza de Armas de Sevilla rumbo a Galaroza. El cielo amenazaba con lluvias y el aire estaba fresco. Durante el viaje, entre colinas de verde abundante, el conductor y los pasajeros de los primeros asientos (un matrimonio y dos señores solos) matizaban comentarios sobre las lluvias, los controles sorpresivos de la policía por los excesos de velocidad y los negocios raros del esposo de la Infanta Real.
Yo sacaba fotos, admiraba los detalles de pequeños pueblos que iban pasando por el parabrisas, y me preguntaba –con cierta dosis de incertidumbre- si la excursión a las fuentes de la historia de mi abuelo Manuel tendría resultado favorable.
Con puntualidad llegamos a las 11 a una pequeña placita de Galaroza, pueblo de casas blancas y paredes compactas, con calles de pavimento y empedrado que suben y bajan de acuerdo con los caprichos de la topografía lugareña. Hacía frío.
Mientras Dalia comenzaba a registrar imágenes mi primera ocurrencia fue la de dirigirme a la Casa Parroquial, para consultar eventuales archivos de nacimientos, con la vaga idea de que mi abuelo habría nacido un 25 de diciembre (la fecha la tengo segura) allá por 1880 y pico…
Llegamos a la Parroquia, estrecha pero prolija, y no pudimos dar con el cura. Cruzando una placita (con la curiosa escultura que rinde homenaje a la Fiesta de los Jarritos) entramos en el Bar Andaluz. “No, aquí no doy de comer en días de semana, porque no tengo personal para esa finalidad…” contestó el hombre, ante mi consulta sobre un eventual almuerzo, un rato más tarde.
Después, ya roto el hielo inicial, le disparé la pregunta clave: “¿sabe usted si hay aquí alguna familia de apellido Ramírez?”. El mesonero puso su mejor cara de conocedor de temas sociales “cachoneros” (gentilicio de los nativos de Galaroza) y aseguró que “pues no, de ese apellido no conozco a nadie…” No satisfecho con la respuesta obtenida de su propia memoria tomó el teléfono móvil y llamó a “un gran amigo, el secretario del Juzgado de aquí” y repitió el interrogante. En este caso su semblante cambió y tuvo que admitir que “ah, bueno, claro que sí… los sapos son de apellido Ramírez…” y enseguida tuvo que explicarme que “hay una familia a la que todos conocemos como los sapos, son Villa Ramírez y puede encontrar alguno en la calle que sale por atrás de la fuente, subiendo…”
El punto siguiente de la excursión fue la admiración y documentación gráfica en torno a la fuente de los 12 caños, con su bullicio hídrico y correntoso.
Trepamos la cuesta, llegamos a una bien cuidada casita cuyo cartel de número reza “Familia Villa Ramírez”, y aunque el garaje estaba abierto, y sobre el portal descansaba un lampazo de piso con escurridor y todo, no había nadie por allí.
Decidimos dar una vuelta, para esperar el regreso de los habitantes. Al fondo de la calle que desemboca en la capilla divisamos una construcción de sólido frente de ladrillos y magnífico balcón cerrado, de esos que tanto nos gusta fotografiar. Allá fuimos.
Un poco más adelante, por la calle Gumersindo Márquez, el cartel en el frente de un local comercial nos propuso sabores apetitosos: “fábrica de jamones y embutidos”. Nos asomamos al interior, y el aspecto de turistas que andábamos ofreciendo (cámara en mano y mochila al hombro) fue el disparador para la gentil invitación de una afable señora que aparecía por detrás del mostrador. “Pasen y sírvanse una tapita de embutido casero…!” No nos resistimos, claro… en tanto la simpática tendera agregaba que “no puede irse sin probar nuestros sabores más tradicionales” y mientras ella y otra que apareció enseguida atendían a una clienta yo ensayé una explicación para mi gula: “no puedo dejar de probar los sabores del pueblo desde donde partió mi abuelo para Argentina”.
Este comentario abrió la charla, rica, espontánea, llena de información. En pocos minutos, al tanto que paladeábamos unas finas lonjas de embutido, nos pudimos enterar que en la Galaroza actual subsiste una familia de origen en los Ramírez, una las de los llamados “sapos” (“en todo pueblo hay apodos…”) ; pero también fuimos advertidos que “hay una señora que viene de los Ramírez, que es la esposa del dueño de la fábrica de sillas”. Y una de las clientas (porque para ese momento ya había una especie de asamblea a nuestro alrededor) sugirió que una tal María de Valdevarco, viuda de Ramírez, bien podía ser nuestra mejor informante.
Con estas pistas volvimos hasta el punto inicial: la pequeña plaza de pérgola en donde habíamos descendido del bus. Un portón cerrado nos hizo temer lo peor, que la hora del mediodía (ya eran las 12 y 20) impusiera la obligada pausa pueblerina y perdiésemos mucho tiempo, teniendo en cuenta que el único micro de la tarde de regreso a Sevilla pasaría un poco después de las 16,30.
Toqué un timbre y por el balcón me atendió una vecina cachonera. Pregunté por la María de Valdevarco, si vive por allí. “Está de viaje y no vuelve hasta la semana que viene…” explicó la mujer. “¿Y la fábrica de sillas?”quise saber, casi desalentado por la noticia. “Es ese portón de al lado, hágalo correr y pase nomás”, aportó la dama del balcón.
Un espeso portón corredizo cedió con facilidad y adentro el escenario se presentó cubierto de sillas de alto respaldo de madera y asiento de paja tejida. Un operario emergió de atrás de la pila de sillas. Explicó que no es el dueño… pero enseguida apareció un muchacho de nariz afilada y gesto atento. “Yo soy el dueño ¿en qué lo puedo servir?”.
Urgido por la necesidad de establecer un contacto que rápidamente me permitiese saber si estaba en la pista segura, ansioso por la hora, fui muy concreto al presentarme más o menos así: “Quiero saber si usted es de apellido Ramírez, porque vengo de Argentina buscando familiares de mi abuelo Manuel Ramírez que se fue de aquí hace más de 100 años”.
El muchacho sonrió y estrechándome la mano anunció “vamos a hablar con mi madre, porque puede ser que resultemos parientes… vamos arriba a la casa, porque ella tiene una foto…”
Mientras subíamos las escaleras pensaba que podría encontrarme con algún rastro quizás confuso y una foto borrosa, de esas que casi no permiten reconocer rostros. “Ven, mamá, que acá hay una gente de Argentina que puede ser pariente tuya… ¿dónde tienes esa foto que tantas veces me has mostrado?”.
La madre del muchacho, que salió de su cocina con el delantal, me miró un par de segundos, y enseguida buscó en un estante de su cristalero del salón de recibir.
“Acá está la foto…. ¿usted reconoce a alguien?” me dijo mientras me extendía un cuadrito de cartón con la foto en sepia… , donde al instante ubiqué a mi abuelo Manuel, mi abuela Catalina, mi madre María, mi padre Gervasio, mi tía Angelita, mi tío Manuel y mi tía Celia; y un pequeño subido al apoyabrazos: ¡mi hermano Pedro! Aquella típica foto familiar para mandar a los parientes del otro lado del mar….
Cuando hice la presentación de todos los personajes de la foto… la mujer me dio un abrazo fuerte y sentenció “Somos parientes, válgame Dios, tantos años esperando este momento y tantas veces que mi pobrecita madre, que en Paz descanse, mirando la foto se preguntaba que habría sido de su tío Manuel…”
La charla se prolongó durante casi 4 horas, matizada con tapas, cerveza, un arrocito con setas, naranjas y café…. Tiempo esencial para enterarnos que esta simpática y afectuosa mujer se llama María de los Angeles Díaz Trujillo, de 72 años, hija de Felicitas Trujillo Ramírez, nacida en 1913, y nieta de María de los Angeles Ramírez Olivera (sin fecha conocida de natalicio), hermana de mi abuelo Manuel. Es decir que nuestros abuelos maternos (varón el mío y mujer el de ella) fueron hermanos; que nuestras madres eran primas hermanas y nosotros somos primos segundos.
María de los Angeles nos contó que no conoció a su abuela Ramírez, pero su madre atesoraba el cuadro (llegado a España en algún momento de la década del ’30) y lo miraba cada tanto y suspiraba y se preguntaba por el destino de aquel tío que tampoco había conocido pero le inspiraba curiosidad por la lejanía y la imaginación de sus vidas.
Felicitas (la madre de María de los Angeles) tuvo una hermana: Angelita Trujillo Ramírez, nacida en 1916. Felicitas se casó con Cipriano Díaz Sanchez y tuvo dos hijos: María de los Angeles Díaz Trujillo (nuestra anfitriona) y Manuel Diaz Trujillo, de 67 años, que vive en Barcelona.
María de los Angeles nació en Almonaster la Real, a 12 kilómetros de Galaroza, donde se refugió su madre con las dos hijas tras la muerte de su marido. Pero desde hace 50 años vive en Galaroza, donde murió su madre, y se casó con Manuel Valle Muñiz, tercera generación de fabricantes de sillas valencianas. Tuvieron tres hijos: Manuel Jesús (al frente del taller); Felicitas (trabajaba en el taller, pero ahora “de paro” por las pocas ventas); y Cipriano, técnico informático que vive en Sevilla.
María de los Angeles, mi prima andaluza, es una mujer jovial, charlatana, amable… fue un gusto encontrarla.
Todavía, más de 10 horas después, me dura la emoción de haber encontrado esa foto de mi familia, con mis abuelos Ramírez y Muñoz, mis padres tan jóvenes, mis tíos y mi hermano mayor, acá en el seno de una familia andaluza, en aquel pueblo de bello nombre que por primera vez escuché cuando era niño.”
Aquella foto, la que mandó tomar mi abuelo Manuel Ramírez en Buenos Aires más o menos para 1933, la que había esperado más de 75 años el momento del encuentro, había cumplido su misión, actuando como ADN gráfico para la identificación del parentesco.
Una semana después de la breve pero tan emotiva visita a Galaroza, ya en Barcelona (punto final de nuestro recorrido por España) pude conocer a Manuel Díaz rujillo, otro primo, hermano de Angelita. Con su esposa Emilia y su nieto Francisco fueron a nuestro encuentro en el centro de Barcelona (viven en Vic a unos 60 kilómetros) y compartimos una agradable charla y café en la confitería de la esquina de La Pedrera, sobre el Paseo de Gracia.
Más recientemente, al tomar contacto con la página de facebook “Cachoneros.. ¿y tú de quien eres?” me encontré con otro primo: Juan Manuel Pablos Domínguez, nieto de María de los Angeles Trujillo Ramírez (sobrina de mi abuelo), hijo de Angeles Domínguez (prima de mi madre Mariquita). Este primo Manolo es historiador de Galaroza, así que estoy de parabienes recibiendo sus notas con abundante información.
Creo que todavía me falta terminar de componer el árbol familiar cachonero. Pero estoy muy feliz con tanto descubrimiento y afecto. Me he prometido volver a Galaroza lo antes posible. Tengo 62 años y no hay mucho tiempo que perder.
sábado, 4 de mayo de 2013
Cuadernos de España: Gaudí estimula y sienta bien
Antonio Gaudí desafiaba a la tierra y al cielo, provocaba a los pájaros y a las nubes y obligaba al viento a girar combas entre las torres. Provocador y genio, el arquitecto propuso e impuso una nueva forma de mirar. Su obra monumental e inconclusa es la Basílica de la Sagrada Familia, que conmueve hasta las lágrimas aún hasta a los menos creyentes. Genialidad y locura, fe y fortaleza, imaginación y coraje. El ojo humano no tiene capacidad suficiente para distinguir todos los planos de la sorprendente realidad que propone Gaudí. Estas fotos son apenas unas pocas visiones parciales de un conjunto inabarcable de imágenes.
Poner en orden algunas ideas para escribir algo sobre la impresión que le causaron las obras del arquitecto catalán Antonio Gaudí (aquellas pocas que pudo ver en una estancia demasiado corta en Barcelona) es una preocupación que persigue al Cronista Patagónico desde hace varios días. ¡Es tan fácil caer en la tentación de poner que se trata, sencillamente, de una experiencia indescriptible! Pero no! Gaudí no se merece tamaña cobardía. Por eso el CP hace garabatos alrededor de cosas como “una visión audaz y temeraria de la vida”, “el descubrimiento de formas ocultas en la naturaleza” o “la búsqueda de un punto de vista que revisa conceptos establecidos”, que va descartando. Frases huecas, demasiado usadas. En definitiva: Gaudí asombra y conmueve, nos pone de rodillas ante la explosión mágica de sus volúmenes y colores, nos arrebata la frágil seguridad de creer que ya lo hemos visto todo. Pero, de manera especial, nos obliga a ejercitar la mirada con renovados bríos. ¿Habrá alguna pócima conveniente para potenciar en nuestros ojos la capacidad de mirar (que no es lo que mismo que ver, claro) que tanto necesitamos ante los exponentes de la creatividad de Gaudí? También (piensa el Cronista Patagónico) que Gaudí nos exige una contemplación comprometida con su tiempo, y con sus sentimientos. Tengamos en cuenta, por caso, que pasó de una indiferencia casi agnóstica a una fe cristiana profunda y asumida: y le dedicó toda su vida (los que serían sus últimos años, lo que él intuía, posiblemente) a realizar la monumental basílica de “La Sagrada Familia”; donde finalmente fueron a parar su restos tras el absurdo accidente paradójico y mortal, atropellado por un tranvía, que es como decir que murió atropellado por el progreso. Pero además, y este aspecto le da mayor dramatismo al hecho trágico, la vestimenta humilde y cierto aire descuidado de su persona hicieron creer al conductor del transporte y otros testigos del accidente que Gaudí era un menesteroso, y mal herido e inconsciente lo mandaron al hospital de la Santa Cruz, donde agonizó durante varios días sin (aparentemente) recibir adecuada atención.
(Para más datos, se reproduce una crónica, hallada por Internet, que dice: “Una de las muertes más revestidas de patetismo entre personajes conocidos es la de Antonio Gaudí. El arquitecto caminaba la tarde del 7 de junio de 1926, a eso de las seis, por Barcelona. Entre las calles Gerona y Bailén se asustó al ver venir hacia él un tranvía y, con objeto de evitarlo, se echó para atrás. Con tan mala fortuna que lo atropelló el tranvía que venía en sentido contrario. Éstas al menos fueron las declaraciones que el conductor hizo después. Pero en aquel primer momento de confusión todos los presentes, tanto viandantes como maquinista, decidieron por su aspecto desaliñado que se trataba de un mendigo y lo abandonaron a su suerte en la calle. Por aquel entonces Gaudí contaba con 74 años y hacía tiempo que solía vestir con hábito negro. La manufactura de sus sandalias era propia. El conductor lo apartó a un lado y siguió su camino. Cuando al fin lo llevaron al Hospital de La Santa Creu, de beneficencia, el arquitecto deliraba. No llevaba documentación, y en la ficha no acertaron otro apellido que Sandí. Al cabo de varias horas se lo consiguió localizar, pero aún entonces, según opina Juan José Navarro Arisa en “Gaudí. El arquitecto de Dios”, no fue sino para empeorar las cosas: su apretado entablillamiento del tórax pudo haber acelarado su muerte. Al parecer, Antonio Gaudí daba largos paseos cada día, pues era reacio a montar en vehículos.”)
El Cronista Patagónico reflexiona también acerca de esa calificación que usó uno de sus biógrafos y se repite en la estampita que promueve la beatificación del notable catalán: ¿fue Gaudí el arquitecto de Dios? Si aquello fue cierto… ¡cuánta belleza y enigmas todavía nos quedan sin revelar sobre esta tierra que transitamos! En suma ¡gracias Gaudí por sacudirnos la sesera y sacarnos de la modorra de las ideas simples y convencionales! El CP piensa que con Gaudí pasa lo mismo que con una cierta marca de ginebra, que hace muchos años se publicitaba con la frase de que “una copita cada día, estimula y sienta bien”. Por eso se promete no dejar de echarle un vistazo, todos los días, a algunas de las fotos que se trajo de Barcelona. Gaudí estimula y sienta bien. Una buena conclusión, eso parece.
domingo, 28 de abril de 2013
Cuadernos de España: Giralda y Catedral de Sevilla, monumentos de la fe
Los cuatro puntos cardinales de Sevilla son dominados por la Giralda, la torre que mandó levantar el califa Apu Yaqub Yusuf como demostración de poderío sobre el adversario y obediencia a Alá, al mismo tiempo. Hace diez siglos que está allí, testigo de todos los vientos; aquellos que su veleta superior (el “giraldino” que le da nombre) marca con acierto y perseverancia propia de los árabes en sus grandes emprendimientos. Se puede treparla a través de las rampas que, según la tradición popular, se construyeron en lugar de escaleras para que se las pudiera subir con caballos en caso de guerra y también para el transporte de las cargas de grano que se guardaban en su interior. Mientras uno va escalando se convence más y más de la relatividad del tamaño de todas las cosas. Los hombres que circulan por los alrededores de la Giralda, de la Catedral y los otros monumentos históricos del centro sevillano, parecen muñequitos insignificantes sobre los cuales se pede ejercer la suma del mando. Cualquier orden impartida desde lo alto de la Giralda habrá de ser obedecida, porque la manda el califa.
Pasan los tiempos y el poder se corrompe, se desgrana y se pierde, ante la imposición del vencedor. A la alta torre –máximo orgullo escenográfico del mundo europeo hasta mediados del siglo 17- no la habrán de derribar; pero los castellanos católicos le agregan un piso más y el campanario. La campana principal, que mandaron colocar después del siglo XV, es enorme allí de cerca; y sin embargo apenas impresiona al pie de la torre, 104 metros abajo sobre la superficie de la plaza. La mezquita árabe fue destruida y en su lugar se levantó la catedral gótica de Santa María de la Sede.
Sus gárgolas siendo metiendo miedo, setecientos años después. El ícono máximo de la conquista española de ultramar, que sin embargo era italiano, está sepultado en un lujoso sarcófago en uno de los laterales de la nave central. Durante muchos años se mantuvo la polémica acerca de la autenticidad de los restos de Cristóbal Colón (habida cuenta de los sucesivos traslados de Sevilla a Santo Domingo, de Santo Domingo a La Habana y finalmente de vuelta a Sevilla) hasta que en el 2003 una prueba de ADN con material genético del cuerpo de su hermano despejó toda duda: allí yace para la eternidad el famoso navegante que buscaba las Indias y nos bautizó de indios.
Todo el conjunto monumental de la Giralda y la Catedral conmueve los sentimientos del Cronista Patagónico, que apunta en su libreta: “el gigantismo de lo gótico es una prueba de fidelidad ante Dios; la fortaleza inexpugnable de la torre confirma la disciplina del árabe ante su religión. Dos colosos asociados para elevar al hombre sobre sus miserias”.
Un mar de gentes circula por los alrededores, ingresa, se mueve y sube. Se calcula que casi un millón y medio de personas visitan estos monumentos cada año, aportando generosas recaudaciones (la entrada general cuesta 8 euros) para el mantenimiento y restauraciones permanentes, incluyendo la legión de trabajadores que se desempeñan en el lugar. El poder de la fe sigue siendo rentable, a pesar de todas las crisis.
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