Desde la cima del Batea Mahuida se pueden ver los volcanes chilenos Villarrica y Llaima (los dos, abajo) que están en actividad y de tanto en tanto "pegan el grito" desde el fondo de la tierra.
Hacia el norte una laguna de deshielo, en el cráter actualmente apagado, vegetación y aguas brillantes.
Desde la ruta se divisa el "Rucapillán" (Villarrica), vigilante de todo cuanto ocurre en las coquetas aldeas montañesas que disfrutan (disfrutamos) indolentes turistas. ¿Alguien se fijaría en los carteles que indican las "vías de escape" llegado el momento?
Territorio de volcanes, con gente de sangre hirviente, de lava siempre activa y siempre amenazante; de misterios atascados en profundidades antiguas y crepitantes, de alertas continuos, de inseguridad y miedo ante la orden natural; de la venganza cierta de los dioses y los demonios ocultos, cuando el hombre comete errores que deben ser castigados y no cumple la misión que le fue ordenada.
La tierra vibra y canta esa pretérita canción que sólo entienden los elegidos. Las cifras y las notas componen el azaroso pentagrama del destino y nadie sabe cuándo estará llegando su propio acorde final y, lo peor que puede ocurrirnos, es que encima nos salga fuera de tono. Las carreteras señalan, con cierto desparpajo indolente, las “vías de escape” para el caso que se produzca el temido (¿quizás ansiado?) terremoto. Pero no hay carteles que anuncien la proximidad de los cementerios ni, mucho menos, los caminos inexorables que allá nos llevan.
Nadie habla del temblor antes del aviso de la tierra. Hay un compromiso de silencio que no se puede quebrantar. Las fumarolas del Villarrica (el “rucapillán” de los araucanos, que quiere decir “casa del espíritu” o “casa del demonio”) se asoman audaces y divertidas, los turistas quedan (quedamos) extasiados con la toma fotográfica exacta, y las agencias programan excursiones de aventura hasta el borde mismo de la hoguera. Puro negocio, emoción apócrifa, estafa fácil y costosa, porque el volcán no admite visitas íntimas, guarda su tesoro de vapor y brasa sólo para el momento supremo, en ese clímax aterrador que nunca se anuncia.
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Desde el techo de la Cordillera de los Andes, en los 1.900 metros de la cima del Batea Mahuida (“montaña de la batea” o “montaña invertida”), justo en el límite entre Argentina y Chile y muy cerca de Villa Pehuenia, es posible divisar a 72 kilómetros de distancia la humeante cúspide del Villarrica ( 2.840 metros) ; y más cerca, a 42 kilómetros, siempre en línea recta, el Llaima (3.125 metros) que no hace mucho produjo aquella lluvia de cenizas que enturbió los aires de la región y obligó a clausurar aeropuertos.
El Batea Mahuida está dormido desde hace más de un siglo (¿quién sabe si no puede despertar un día de estos?) y en el cráter se ha formado una laguna de agua de deshielo, de extraña coloración en la distancia.
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Territorio de volcanes. Los cóndores nos dieron permiso para disfrutar de sus cielos.
miércoles, 23 de febrero de 2011
martes, 22 de febrero de 2011
Del otro lado de la Patagonia, el encuentro de las aguas del Imperial con el Pacífico
Las brumas de la mañana ocultan la tranquila aldea marítima que los araucanos llamaron 'Conun traytray có' y actualmente es Puerto Saavedra, sobre la costa chilena.
Recién al mediodía la niebla corre el telón y comienza a divisarse el mar con toda su magnífica extensión; y en la infinita tarde el sol empezará a caer en el Pacífico.
En tierras de la Araucanía, en Chile, donde las aguas del caudaloso río Imperial desembocan en las playas intensas del Pacífico la población original se llamaba ‘Conun traytray co’, que en el mapundung quiere decir “encuentro de las aguas”. Aquel nombre definía la característica geográfica y la generosa disposición de la naturaleza para que germinaran los buenos pastos y se alimentaran abundantes manadas de guanacos. Pasaron los años y tras la llegada del hombre blanco el poblado se llamó Bajo Imperial; cuando la prepotencia del Remington se propuso arrinconar a los antiguos dueños de la tierra junto al mar; y más tarde al gobernante de turno se le ocurrió rebautizarlo como Puerto Saavedra, en homenaje al coronel Cornelio Saavedra Rodríguez (nieto de “nuestro” Cornelio Saavedra de cuestionable desempeño en tiempos de la Revolución de Mayo), que fue el autor del plan de exterminio indígena llamado ‘Pacificación de la Araucanía’.
El cronista llegó a “Conun traytray có” en una neblinosa mañana de febrero, siguiendo las orillas del río Imperial. Recién en horas del mediodía la bruma marina corrió levemente el telón gris y permitió apreciar el cerro Maule y sus playas, sacudidas por el oleaje incansable de ese mar al que Hernando de Magallanes llamó Pacífico quizás por excesiva demostración de humor lusitano.
La antigua aldea de pescadores guarda memorias de trágicos naufragios, como el del vapor ‘Cautín’ que se hundió con 150 pasajeros que volvían de una peregrinación religiosa un domingo de enero de 1948; pero la mayor catástrofe de su historia ocurrió el 21 de mayo de 1960, cuando un maremoto (posterior a un fuerte terremoto) literalmente la borró del mapa. ‘Conún traytray có’ quedó abandonada y desierta por casi una década, y comenzó a repoblarse activamente por los años 80, merced a un plan de fomento gubernamental.
En la actualidad funciona como modesto apostadero de vacaciones de verano para los chilenos de Temuco, Carahue y otras ciudades de la zona. Muy cerca está el lago salado Budi, cuya “boca” al mar es otro punto interesante para conocer. Todo en un mismo territorio de paisajes marinos unido por el mismo cielo de contrastes grises, que dominan las gaviotas y los albatros.
El cronista percibió pretéritas vibraciones de la tierra, quizás como los ecos del maremoto de hace 50 años; respiró las voces saladas de los araucanos en lucha valiente por la defensa de sus derechos y contempló la fusión del sol en el mar cuando llegó el atardecer de aquella jornada de sentimientos reveladores. Una mirada al otro lado de la Patagonia, un mismo territorio de playas salvajes.
(Las fotos son de Elida Dalia Chaina)
Recién al mediodía la niebla corre el telón y comienza a divisarse el mar con toda su magnífica extensión; y en la infinita tarde el sol empezará a caer en el Pacífico.
En tierras de la Araucanía, en Chile, donde las aguas del caudaloso río Imperial desembocan en las playas intensas del Pacífico la población original se llamaba ‘Conun traytray co’, que en el mapundung quiere decir “encuentro de las aguas”. Aquel nombre definía la característica geográfica y la generosa disposición de la naturaleza para que germinaran los buenos pastos y se alimentaran abundantes manadas de guanacos. Pasaron los años y tras la llegada del hombre blanco el poblado se llamó Bajo Imperial; cuando la prepotencia del Remington se propuso arrinconar a los antiguos dueños de la tierra junto al mar; y más tarde al gobernante de turno se le ocurrió rebautizarlo como Puerto Saavedra, en homenaje al coronel Cornelio Saavedra Rodríguez (nieto de “nuestro” Cornelio Saavedra de cuestionable desempeño en tiempos de la Revolución de Mayo), que fue el autor del plan de exterminio indígena llamado ‘Pacificación de la Araucanía’.
El cronista llegó a “Conun traytray có” en una neblinosa mañana de febrero, siguiendo las orillas del río Imperial. Recién en horas del mediodía la bruma marina corrió levemente el telón gris y permitió apreciar el cerro Maule y sus playas, sacudidas por el oleaje incansable de ese mar al que Hernando de Magallanes llamó Pacífico quizás por excesiva demostración de humor lusitano.
La antigua aldea de pescadores guarda memorias de trágicos naufragios, como el del vapor ‘Cautín’ que se hundió con 150 pasajeros que volvían de una peregrinación religiosa un domingo de enero de 1948; pero la mayor catástrofe de su historia ocurrió el 21 de mayo de 1960, cuando un maremoto (posterior a un fuerte terremoto) literalmente la borró del mapa. ‘Conún traytray có’ quedó abandonada y desierta por casi una década, y comenzó a repoblarse activamente por los años 80, merced a un plan de fomento gubernamental.
En la actualidad funciona como modesto apostadero de vacaciones de verano para los chilenos de Temuco, Carahue y otras ciudades de la zona. Muy cerca está el lago salado Budi, cuya “boca” al mar es otro punto interesante para conocer. Todo en un mismo territorio de paisajes marinos unido por el mismo cielo de contrastes grises, que dominan las gaviotas y los albatros.
El cronista percibió pretéritas vibraciones de la tierra, quizás como los ecos del maremoto de hace 50 años; respiró las voces saladas de los araucanos en lucha valiente por la defensa de sus derechos y contempló la fusión del sol en el mar cuando llegó el atardecer de aquella jornada de sentimientos reveladores. Una mirada al otro lado de la Patagonia, un mismo territorio de playas salvajes.
(Las fotos son de Elida Dalia Chaina)
domingo, 20 de febrero de 2011
El rescate del pasado ferroviario, con cuatro pistas
Arriba la simpática confitería Estación de la Montaña, en Villa Pehuenia, Neuquén; abajo, una vieja formación, en Carahue, Chile, junto al puente colgante Presidente Eduardo Frei.
Abajo: dos enfoques del interesante Museo Nacional Ferroviario Pablo Naruda, de la ciudad de Temuco, Chile; parte de la Casa de Máquinas y aspecto del parque central.
Abajo, la boca de ingreso al oeste al Túnel de las Raíces, cerca de la ciudad chilena de Lonquimay, en camino hacia el paso de Pino Hachado. Tiene 4.500 metros de extensión por debajo de la montaña, es el segundo más largo de Sudamérica.
Cuando el cronista sale de viaje se lleva sus motivaciones y temas fijos, como una mochila cargada de obsesiones. ¿Será el recuerdo de la infancia ligada al tren suburbano que me puso la cuestión de los ferrocarriles como una idea recurrente?
De viaje por la cordillera del Neuquén y, después, por una porción de la geografía chilena, me encontré con estas pistas históricas del ferrocarril, que les comento e ilustro en breves pinceladas.
En Villa Pehuenia, a 125 kilómetros de la punta de riel de Zapala, un empresario privado realizó la simpática (y costosa) reconstrucción de una estación ferroviaria, que funciona como heladería y confitería. Hizo transportar varios vagones de carga que recicló como si fuesen coches de comedor, instaló vías y durmientes, reunió una valiosa colección de objetos del ferrocarril… ¡todo en un rincón pintoresco que vale la pena conocer! (Ah: los helados son ricos y los precios razonables)
En Carahue, una cordial ciudad chilena que se ubica entre Temuco y el Pacífico, al pie del gigantesco puente colgante Presidente Eduardo Frei (que cruza sobre las aguas correntosas del río Imperial), se han instalado dos antiguas formaciones ferroviarias que pertenecieron a los Ferrocarriles del Estado de Chile. Un adecuado homenaje a los trenes perdidos…
En la misma Temuco (capital política y comercial de la región de la Araucanía) funciona el interesante Museo Nacional Ferroviario Pablo Neruda (www.museoferroviariotemuco.cl) que visitamos con enorme expectativa. Está fundado sobre lo que fue la Gran Maestría Ferroviaria de Temuco, un conjunto de construcciones (que incluyen la gigantesca Casa de Máquinas) y playa de maniobras, similar a las que existieron en sitios de la provincia de Buenos Aires como Remedios de Escalada, Bahía Blanca y Carmen de Patagones. En mi blog de crónicas periodísticas (www.perfilesespinosa.blogspot.com) podrán encontrar la nota que escribí sobre el Museo Neruda de Temuco para el diario Noticias de la Costa; donde me permito dejar volar mi imaginación acerca de un Corredor Histórico Ferroviario Patagónico.
Por último, ya en viaje de regreso, elegimos cruzar la cordillera por el paso de Pino Hachado (que conecta Lonquimay con Las Lajas) y en ese trayecto atravesamos el Túnel de las Raíces, de 4,5 kilómetros de largo, utilizado en la actualidad como carretera pero construido originalmente, entre 1929 y 1939, para el paso del tren. Si alguna vez tienen que cruzar a Chile les recomiendo conocerlo.
Cuatro pistas históricas del ferrocarril, que encontramos en nuestras vacaciones de febrero.
jueves, 17 de febrero de 2011
Los misterios de la araucaria
Sabemos muy poco acerca de la araucaria. Todo lo que podemos averiguar en la wikipedia (Oh, Diosa de la certera información express!) será poco cuando nos encontremos frente a frente con uno de estos magníficos ejemplares de 40 y quizás hasta 60 metros de altura, que guardan celosamente el misterio de la fecundación bisexual tan poco común entre los vegetales y la leyenda de su longevidad. Su generoso fruto (ese “pehuén” que dio nombre al pueblo “pehuenche” y luego se corrompió en “araucaria” y “araucano” por influencia de la lengua del conquistador) brindó alimento natural a muchas generaciones de esa gente de la tierra, y hoy es atracción curiosa en las casas de venta de recuerdos para el turista. Hace ya bastante que se puso coto a la explotación sistemática del recurso y así terminó la existencia de la elegante “madera terciada” que se industrializaba en Estados Unidos e Inglaterra, para volver a nuestros países con alto valor agregado.
Villa Pehuenia, territorio de la araucaria
Las fotos: de arriba hacia abajo. Bandera y pehuén al viento; nuestro refugio en la villa de montaña; el pequeño puerto en el lago Aluminé que era la vista desde el dormitorio; Dalia y una araucaria de 700 años de antiguedad estimada; la vista desde el Batea Mahuida; el lago Ñorquincó, una perla semivirgen; y un atardecer en el lago Moquehue.
Villa Pehuenia es un rincón de la cordillera del Neuquén, recostado sobre el lago Aluminé, muy cerca del Moquehue, a los pies del volcán Batea Mahuida, que hoy descansa pacífico en el límite con Chile. Fue sitio de invernada de la comunidad mapuche, que recolectaba el piñón (“pehuén”) fruto de las centenarias araucarias y vivía en pacífica armonía con la naturaleza. La bandera de los pueblos originarios está castigada por los vientos ásperos, pero sigue tensa y guardiana. Una cabaña entre el follaje fue el sitio ideal de reposo durante 7 días. Largas caminatas e interminables atardeceres, buena lectura, apuntes para un futuro libro de crónicas apócrifas, tejido, charlas serenas, mates y tranquilidad.
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