Trinidad, joya
histórica de Cuba
Trinidad de Cuba, la muy antigua Villa de la Santísima
Trinidad fundada en 1514 por el adelantado Diego Velázquez de Cuellar, es una
verdadera joya histórica en el paisaje de la isla. En contraste con el inevitable abandono que
sufre La Habana Vieja (ya se escribió sobre ese aspecto) en Trinidad el
esfuerzo conservacionista ha dado resultados extraordinarios y, muy
probablemente porque se combatió al deterioro en forma constante, la ciudad
presenta hoy un casco principal de alrededor de 30 manzanas de neto estilo
colonial hispánico, con techumbres de teja muslera, amplios ventanales
protegidos por barrotes de madera, puertas y portones de doble apertura (para
carruajes y personas), y callejuelas irregulares de empedrado desparejo. ¡Como
si la Casa de la Cultura o el Rancho de Rial,
de Carmen de Patagones, estuviesen multiplicados por 300! pensó este Cronista Patagónico apenas se
lanzó a recorrer este poblado-reliquia.
Fue declarada Patrimonio de la Humanidad, por la Unesco en
1988, y bien merecida que tiene esa categoría, pues la historia de la etapa
colonial española está claramente reflejada y el origen de Trinidad está datado
apenas veintipico de años después de la
llegada de don Cristóforo Colombo a estas latitudes que confundió con las
Indias y era nuestra América. Trinidad era rica en oro (que se obtenía por
lavado en los arroyos que bajan desde la sierra de Escambray hasta el mar Caribe) y ello motivó el interés
de los invasores coloniales. Fue, también por ello, base de operaciones para
sucesivas campañas de ocupación territorial, como por ejemplo la de Hernán
Cortés hacia México. Cuando el oro empezó a desaparecer ya había hacendados instalando otra
producción, la de caña de azúcar, que habría de convertirse en la base de la
economía regional hasta los últimos años del siglo 20. Por eso en cercanías de Trinidad se encuentra el Valle
de los Ingenios, con la localidad de Manaca-Iznaga como punto principal (que ya
comentaremos un poco después).
Los datos que aportan los historiadores sustentan el valor
de Trinidad, pero la emoción que el Cronista Patagónico sintió al recorrer sus callejuelas
y mezclarse con su gente, de aire pueblerino y sosegado, bien distinta a la de
La Habana; esa clase de personas –como escribió
Hamlet Lima Quintana- “que da la mano y saluda al sol, que sabe ganar la vida y
ganar la muerte” porque viven en “pueblos chicos de gesto antiguo”. La quietud
de Trinidad en las horas duras de la siesta es conmovedora y sus atardeceres enrojecidos
y perfumados son anhelantes anticipos de las movidas noches de son y trova,
bien regadas con mojito, piña colada y el Trinidad Colonial, un fantástico
trago tricolor que tiene “gancho” seductor y seguramente quien lo bebe queda
prendado de la ciudad y habrá de volver, como si un mandato se lo haya
impuesto.
Las plazas de Trinidad aquietan apuros y acallan
estridencias. El aire se desliza sin hacer ruido y sólo el repetido canto de unos
fantásticos pájaros renegridos, llamados “Toti” o “Choncholí”, está autorizado
como fondo acústico para esos escenarios de postal.
El centro tiene intenso movimiento comercial. El ir y venir
de trinitarios y turistas suele alterarse con episodios inesperados, como aquel
del cual fue testigo este Cronista Patagónico. Ocurrió que una muchacha, una
turista, introdujo sin querer una pierna en la rejilla que supuestamente
protege un desagüe pluvial, situado en el centro mismo de la transitada arteria
Lino Pérez. La desafortunada chica comenzó a gritar, pidiendo auxilio, cuando
descubrió que su extremidad estaba atrapada entre dos gruesos barrotes. De
inmediato más de 50 personas se juntaron a su alrededor, con gritos que tapaban
los de la misma víctima y reclamaban la presencia de bomberos, policías,
municipales y otros supuestos expertos en emergencias. Todos, o casi todos,
aportaban ideas salvadoras: “que le pongan jabón”, “que le unten la pierna con
aceite”, “que traigan una cizalla”…. Y el amontonamiento crecía y crecía, un viandante
que pasaba con su jaula de pájaros para la venta no quiso perderse el
espectáculo y se detuvo también allí, entre el gentío, asegurando en alto la
jaula. En la esquina del accidente hay una peluquería de señoras, y tres
clientas que estaban en pleno proceso de tintura salieron a la calle, con
toallas sobre los hombros y la cabellera a medio pintar ¡no podían privarse del
acontecimiento!. Finalmente los bomberos cortaron los hierros y la turista
recuperó su libertad. Pero la pierna que había estado aprisionada le dolía mucho.
“Una ambulancia… una ambulancia” reclamaban ahora los solidarios trinitarios.
Pero el vehículo sanitario no apareció y la dolorida muchacha fue cargada en un
taxi, rumbo al hospital. “Si esto le pasaba a un cubano se moría allí mismo,
sin poder sacar la pierna de la rejilla” pontificaba uno de los curiosos. La gente se fue desconcentrando, la atracción
había terminado.
Ya antes de viajar, en la oficina de Turismo de la Embajada
de Cuba en Buenos Aires, nos habían recomendado especialmente la excursión al
Valle de los Ingenios, donde se concentró en el siglo 19 la actividad de
producción de caña de azúcar. En Trinidad nos hablaron de un viaje turístico en
un tren histórico a vapor, y con el entusiasmo que los trenes despiertan en
este Cronista Patagónico y su compañera permanente de viaje allá fuimos a la
estación, a las 9 de la mañana. Pero ¡oh, los viejos trenes a vapor! se nos
informó que la locomotora se encontraba fuera de servicio. El ventanillero tuvo
la inteligencia de sugerir que volviésemos a la tarde, para hacer el viaje al viejo
valle azucarero en el tren normal de pasajeros. La idea nos pareció estupenda.
Así que a las cinco de la tarde partimos en un coche-motor (presumiblemente
fabricado en los años 60 en algún país del mundo soviético) con capacidad para
unos 50 pasajeros sentados, con otros tantos de pie, acompañados por algún
perro (y también un chanchito, convenientemente encerrado en una bolsa), que se
movilizaban hacia la zona rural para visitar parientes y hacer alguna compra de
aprovisionamiento. Una de las primeras observaciones en el trayecto fue que el
trencito no se detiene en las estaciones (que casi no las hay) sino en el lugar
donde algún pasajero le pide al guarda para bajar, o donde le hacen señal al
maquinista, que conduce la breve formación rodeado de un grupo de dicharacheros
amigos o conocidos, agolpados en la cabina de mando, ignorando el cartel que
advierte “prohibido pasar”.
Bajamos en la estación “Manaca Iznaga”, para admirar la
torre histórica (levantada hacia 1840 por uno de los hermanos Iznaga,
terratenientes y explotadores de negros esclavos) y ascender los 160 escalones
que llevan hasta el pináculo, a 43,5 metros de altura, desde donde se divisa
todo el valle y se tiene una vista panorámica extraordinaria de toda la región.
Don Iván, el cuidador del lugar, nos contó la leyenda: que los hermanos Iznaga
competían en poder, uno mandó levantar la imponente torre, y el otro hizo cavar
un pozo de profundidad similar, del que brotó agua en abundancia para regar
todo el valle.
Volvimos en el trencito. Los sacudones y las charlas
divertidas de los pasajeros fueron el corolario ameno para una tarde de sol y
emoción.
Trinidad nos regaló belleza e historia. ¡Gracias a la
recomendación de la China Chaina, que acertadamente nos dijo que era un lugar
que no podíamos dejar de visitar!
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