domingo, 18 de mayo de 2014

Cuaderno de Cuba: Trinidad, la joya histórica de Cuba

Trinidad, joya histórica de Cuba
Trinidad de Cuba, la muy antigua Villa de la Santísima Trinidad fundada en 1514 por el adelantado Diego Velázquez de Cuellar, es una verdadera joya histórica en el paisaje de la isla.  En contraste con el inevitable abandono que sufre La Habana Vieja (ya se escribió sobre ese aspecto) en Trinidad el esfuerzo conservacionista ha dado resultados extraordinarios y, muy probablemente porque se combatió al deterioro en forma constante, la ciudad presenta hoy un casco principal de alrededor de 30 manzanas de neto estilo colonial hispánico, con techumbres de teja muslera, amplios ventanales protegidos por barrotes de madera, puertas y portones de doble apertura (para carruajes y personas), y callejuelas irregulares de empedrado desparejo. ¡Como si la Casa de la Cultura o el Rancho de Rial,  de Carmen de Patagones, estuviesen multiplicados por 300!  pensó este Cronista Patagónico apenas se lanzó a recorrer este poblado-reliquia.
Fue declarada Patrimonio de la Humanidad, por la Unesco en 1988, y bien merecida que tiene esa categoría, pues la historia de la etapa colonial española está claramente reflejada y el origen de Trinidad está datado apenas veintipico  de años después de la llegada de don Cristóforo Colombo a estas latitudes que confundió con las Indias y era nuestra América. Trinidad era rica en oro (que se obtenía por lavado en los arroyos que bajan desde la sierra de Escambray  hasta el mar Caribe) y ello motivó el interés de los invasores coloniales. Fue, también por ello, base de operaciones para sucesivas campañas de ocupación territorial, como por ejemplo la de Hernán Cortés hacia México. Cuando el oro empezó a desaparecer  ya había hacendados instalando otra producción, la de caña de azúcar, que habría de convertirse en la base de la economía regional hasta los últimos años del siglo 20. Por eso  en cercanías de Trinidad se encuentra el Valle de los Ingenios, con la localidad de Manaca-Iznaga como punto principal (que ya comentaremos un poco después).
Los datos que aportan los historiadores sustentan el valor de Trinidad, pero la emoción que el Cronista Patagónico sintió al recorrer sus callejuelas y mezclarse con su gente, de aire pueblerino y sosegado, bien distinta a la de La Habana; esa clase de personas  –como escribió Hamlet Lima Quintana- “que da la mano y saluda al sol, que sabe ganar la vida y ganar la muerte” porque viven en “pueblos chicos de gesto antiguo”. La quietud de Trinidad en las horas duras de la siesta es conmovedora y sus atardeceres enrojecidos y perfumados son anhelantes anticipos de las movidas noches de son y trova, bien regadas con mojito, piña colada y el Trinidad Colonial, un fantástico trago tricolor que tiene “gancho” seductor y seguramente quien lo bebe queda prendado de la ciudad y habrá de volver, como si un mandato se lo haya impuesto.
Las plazas de Trinidad aquietan apuros y acallan estridencias. El aire se desliza sin hacer ruido y sólo el repetido canto de unos fantásticos pájaros renegridos, llamados “Toti” o “Choncholí”, está autorizado como fondo acústico para esos escenarios de postal.
El centro tiene intenso movimiento comercial. El ir y venir de trinitarios y turistas suele alterarse con episodios inesperados, como aquel del cual fue testigo este Cronista Patagónico. Ocurrió que una muchacha, una turista, introdujo sin querer una pierna en la rejilla que supuestamente protege un desagüe pluvial, situado en el centro mismo de la transitada arteria Lino Pérez. La desafortunada chica comenzó a gritar, pidiendo auxilio, cuando descubrió que su extremidad estaba atrapada entre dos gruesos barrotes. De inmediato más de 50 personas se juntaron a su alrededor, con gritos que tapaban los de la misma víctima y reclamaban la presencia de bomberos, policías, municipales y otros supuestos expertos en emergencias. Todos, o casi todos, aportaban ideas salvadoras: “que le pongan jabón”, “que le unten la pierna con aceite”, “que traigan una cizalla”…. Y el amontonamiento crecía y crecía, un viandante que pasaba con su jaula de pájaros para la venta no quiso perderse el espectáculo y se detuvo también allí, entre el gentío, asegurando en alto la jaula. En la esquina del accidente hay una peluquería de señoras, y tres clientas que estaban en pleno proceso de tintura salieron a la calle, con toallas sobre los hombros y la cabellera a medio pintar ¡no podían privarse del acontecimiento!. Finalmente los bomberos cortaron los hierros y la turista recuperó su libertad. Pero la pierna que había estado aprisionada le dolía mucho. “Una ambulancia… una ambulancia” reclamaban ahora los solidarios trinitarios. Pero el vehículo sanitario no apareció y la dolorida muchacha fue cargada en un taxi, rumbo al hospital. “Si esto le pasaba a un cubano se moría allí mismo, sin poder sacar la pierna de la rejilla” pontificaba uno de los curiosos.  La gente se fue desconcentrando, la atracción había terminado.
Ya antes de viajar, en la oficina de Turismo de la Embajada de Cuba en Buenos Aires, nos habían recomendado especialmente la excursión al Valle de los Ingenios, donde se concentró en el siglo 19 la actividad de producción de caña de azúcar. En Trinidad nos hablaron de un viaje turístico en un tren histórico a vapor, y con el entusiasmo que los trenes despiertan en este Cronista Patagónico y su compañera permanente de viaje allá fuimos a la estación, a las 9 de la mañana. Pero ¡oh, los viejos trenes a vapor! se nos informó que la locomotora se encontraba fuera de servicio. El ventanillero tuvo la inteligencia de sugerir que volviésemos a la tarde, para hacer el viaje al viejo valle azucarero en el tren normal de pasajeros. La idea nos pareció estupenda. Así que a las cinco de la tarde partimos en un coche-motor (presumiblemente fabricado en los años 60 en algún país del mundo soviético) con capacidad para unos 50 pasajeros sentados, con otros tantos de pie, acompañados por algún perro (y también un chanchito, convenientemente encerrado en una bolsa), que se movilizaban hacia la zona rural para visitar parientes y hacer alguna compra de aprovisionamiento. Una de las primeras observaciones en el trayecto fue que el trencito no se detiene en las estaciones (que casi no las hay) sino en el lugar donde algún pasajero le pide al guarda para bajar, o donde le hacen señal al maquinista, que conduce la breve formación rodeado de un grupo de dicharacheros amigos o conocidos, agolpados en la cabina de mando, ignorando el cartel que advierte “prohibido pasar”.
Bajamos en la estación “Manaca Iznaga”, para admirar la torre histórica (levantada hacia 1840 por uno de los hermanos Iznaga, terratenientes y explotadores de negros esclavos) y ascender los 160 escalones que llevan hasta el pináculo, a 43,5 metros de altura, desde donde se divisa todo el valle y se tiene una vista panorámica extraordinaria de toda la región. Don Iván, el cuidador del lugar, nos contó la leyenda: que los hermanos Iznaga competían en poder, uno mandó levantar la imponente torre, y el otro hizo cavar un pozo de profundidad similar, del que brotó agua en abundancia para regar todo el valle. 
Volvimos en el trencito. Los sacudones y las charlas divertidas de los pasajeros fueron el corolario ameno para una tarde de sol y emoción.

Trinidad nos regaló belleza e historia. ¡Gracias a la recomendación de la China Chaina, que acertadamente nos dijo que era un lugar que no podíamos dejar de visitar!













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